La Siesta
Escribe
Maia Vargas
Ilustra Piluqui
Son las tres de la tarde y el cuarto está lleno de aguas vivas. Las
flores caen desde el techo, las ventanas están oxidadas. Un rayo de sol
atraviesa el cuarto de lado a lado, las plantas carnívoras del rincón sur están
sedientas, y el estado somnoliento propio de la siesta se respira por todo el
ambiente.
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Tirada en el piso, abanicándome con un papel maché, pienso en el agua,
en que soy un pez, y la imaginación me salva del calor de Tombuctú.
Me acuerdo de otra vida, esa en que fui bailarina de charlestón, y él,
un trompetista de la banda… Nos
encantaba encontrarnos en el camerino forrado en terciopelo, y quedarnos ahí
hasta cuando se vaciaba el teatro. Cuando la luz se apagaba éramos otras
personas, nos colmaba un cansancio existencial. Él me enseñó un truco de magia,
uno que me hacía nacer pájaros de
colores de la boca. Me encantaba ese
truco, pero él sólo me dejaba hacerlo a medianoche. Había días en que vivía
para que sean las doce, y así ver nacer
esos pájaros volar desde mi interior.
En la ventana oxidada hay miles de insectos queriendo entrar a mi
guarida…se chocan contra el vidrio, opaco y sucio. Me limito a respirar, con
pesadumbres respiro, la siesta respiro, y veo peces que no soy, pero que quise
ser. Y veo esa vida imaginaria que a veces creo pasada y real.
“Mejor mirar hacia
delante” dicen por ahí, por lo pronto miro el techo y a las flores que siguen
cayendo. Me van cubriendo, están frescas. Hoy son violetas y amarillas, pero la
semana pasada eran de un naranja insoportable. Me puedo quedar acá por horas, y
vivir siestas eternas, cubierta de plantas y flores, y que alguien me
encuentre, dentro de muchos años, con el pelo largo y blanquísimo, toda
enredada, con las plantas carnívoras ávidas por comer a los insectos, que por
fin lograron entrar por la ventana, más oxidada aún.
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