EL ACTIVISMO ARTÍSTICO Y LA MEMORIA
COLECTIVA
Prácticas artísticas que reclaman la
aparición con vida de Jorge Julio López
Escriben María Florencia Colangelo y
Sofía Sagle
“No hay
memoria sin conflicto, significa que por cada memoria activada hay otras
reprimidas, desactivadas, enmudecidas, por cada memoria legitimada hay montones
de memorias excluidas. Investigar la densidad simbólica de nuestros olvidos
equivale a darnos la posibilidad de mirarnos unos a otros, de entrelazar
memorias de modo que podamos descubrir las trampas patrioteras que nos tiende
la memoria oficial y hacer estallar la engañosa neutralidad con que nos
adormecen los medios… la memoria evocativa o celebratoria no es la que mas
necesitamos hoy, porque no es la memoria del pasado sino la memoria de que
estamos hechos la que puede ayudarnos a comprender la densidad simbólica de
nuestros olvidos, tanto en lo que ellos contienen de razones de nuestras
violencias como de motivos de nuestras esperanzas”.
Medios: olvidos y desmemorias
Jesús Martín-Barbero
Sin duda el binomio arte-política ha dejado de hacer el ruido que
provocaba décadas atrás. Si hablamos, entonces, de arte y política no
podemos dejar de pensar la tensión
inherente que conlleva esta relación. Las prácticas de articulación entre
producción artística y acción política tienen una larga y vasta historia en
Argentina, que se remonta al menos hacia fines del siglo XIX y aún sigue
vigente.
Así planteado el escenario, hay un actor que atraviesa e interfiere en
este binomio (y en tantos otros) y desequilibra, neutraliza y -por qué no
también- legitima al activismo artístico: el Estado.
¿Cómo es que el Estado (y su aparato) entra a jugar en esta particular
relación con las prácticas del activismo artístico? ¿Podemos decir que
el Estado es el principal constructor de la memoria? ¿De qué memoria
hablamos? ¿Mediante qué dispositivos se legitima? ¿Quiénes intervienen en estas
relaciones que delimitan el horizonte de lo memorable? ¿Hay desaparecidos
legítimos y desaparecidos ilegítimos para una memoria garante y oficial?
¿Qué espacios encuentran estos grupos, productores y practicantes de un arte
político, para intervenir?
Muchas preguntas, sin duda, que intentaremos responder (por preliminares
que sean esas respuestas) a través de un conjunto de prácticas de
intervención y acción que utilizan alguna dimensión estética y creativa al
reclamo de aparición con vida de Jorge Julio López.
El Estado y la máquina
cultural: Una memoria
Partimos de una premisa muy clara para pensar al Estado como constructor
del discurso hegemónico en torno a nuestro pasado: el poder que éste posee no
se agota o se circuns-cribe sólo a su estructura político-económica sino que
uno de los mayo-res poderes del Estado es su capital simbólico.
Capaz de imponer las categorías de pensamiento que aplicamos
naturalmente a cualquier cosa del mundo y al Estado mismo, éste es el resultado
de un proceso de concentración de diferentes “especies de capital”: capital de
fuerza física o de instrumentos de coerción (ejército, policía); capital
económico; capital cultural o, mejor, informacional; capital simbólico.
Concentración que, en tanto tal, constituye al Estado en detentor de una suerte
de meta-capital que da poder sobre las otras especies de capital y sobre sus
detentores (Bourdieu, 1993). Como poseedor de este meta-capital simbólico
tiene que ser capaz de instituir y construir, entre otras cosas, una civilidad
común: lo que implica la elaboración de una memoria común, dominante, o mayoritaria.
Así se institucionaliza qué historia contar, qué desaparecidos y qué
reclamos de justicia son legítimos, delimitando el sentido de las
representaciones que se habilitan en torno a estas cuestiones.
Si bien nos parece que pensar que hay un único discurso posible que
englobe a todos los restantes es impensable, esta ilusoria significación se da
a diario. Esa unificación discursiva es una representación posible del pasado
construída y sostenida, no de todo lo que efectivamente ha sucedido sino sólo
de lo que parece relevante, aquella “historia como decurso unitario” (Benjamin,
1938) de la que nos hablaba Walter Benjamin, aún presente, hecha cuerpo.
El Estado, entonces, arma su capital poniendo en marcha una poderosa máquina
cultural (Sarlo, 1998) que no sólo se percibe en calen-darios, conmemoraciones
o fechas “patrias” sino que se dispersa en prácticas cotidianas, tan diseminado
y tan disperso como eficiente, haciendo y formando un cuerpo social e
institu-yendo un discurso posible: la “historia oficial”.
Esta manera particular de ins-cripción social que tiene el poder hace
que sólo comprendamos lo que se ha convertido en inteligible porque ha sido
cuidadosamente extraído del pasado y seleccionado para hacer inteligible al
resto, bajo categorías y especies que se han denominado según los momentos: la
verdad, el hombre, la ciencia, la cultura, la escritura, etc. (Foucault, 1992)
Creemos, también, los desaparecidos.
Para Williams, es la tradición selectiva la expresión más
evidente de estas presiones y límites dominantes y hegemónicos que se dan en el
seno de una sociedad y un momento histórico determinados. Esta versión de la
tradición, intencionalmente definida, se hace a partir de un pasado
configurativo y de un presente preconfigurado que operan poderosamente en la
definición e identificación cultural y social (Williams, 1980). Sin embargo,
dentro de una hegemonía particular, es característica esencial que la selección
llevada a cabo se presente como la tradición, el pasado
significativo, la memoria y hasta una determinada identidad política.
Estas configuraciones muestran la eficacia y eficiencia que posee el
accionar de esta máquina cultural y los usos políticos que se
hacen de la memoria, exhiben también las diferentes formas de articular lo
vivido con el presente borrando del pasado aquello que nos incomoda. En este
sentido, la memoria o las memorias son sobre todo acto, ejercicio,
práctica colectiva. Lo que Pilar Calveiro1 llama “actos a-biertos de
memoria”, que son actos concientes de no olvidar, como demanda ética y como
resistencia a los relatos cómodos. Son los que encontramos en algunas
intervenciones del activismo artístico (Calveiro, 2006). Si la memoria
de una sociedad se extiende hasta donde alcanza la memoria de los grupos que la
conforman, la necesidad de pensar en estas prácticas de acción e intervención
colectiva se hace inevitable. Cuando la memoria de una serie de hechos, “ya no
tiene como soporte un grupo —ese mismo grupo que estuvo implicado o que sufrió
las consecuencias, que asistió o recibió un relato vivo de los primeros actores
y espectadores—, cuando se dispersa en algunos espíritus individuales, perdidos
en sociedades nuevas a las que esos hechos ya no interesan, porque les son
decididamente exteriores, entonces el único medio de salvar tales recuerdos es
fijarlos por escrito” (Halbwachs, 1950). El peligro, entonces, radica en ver
quiénes serán los que escriban acerca de esos hechos, quiénes tendrán la
palabra y harán una historia de esas memorias. Pasar por la
historia, como sugiere Benjamin, el cepillo a contrapelo, es recuperar
esas memorias que retienen un pasado que está vivo, que resiste, que ocupa
espacios, y que aún visibiliza lo desaparecido. Como diría Galeano: “Hasta que
los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán
glorificando al cazador.” (Galeano, 1989)
Activismo artístico:
algunas definiciones previas
El término activismo artístico, mencionado aquí en repetidas
oportunidades, es un concepto que elegimos utilizar, a falta de mejores. Sin
embargo, no deja de presentar algunos problemas a la hora de analizar las
prácticas concretas. Lo usamos, no obstante, porque consideramos que si bien
las categorías de análisis son importantes, intentaremos “dejar hablar” a los
actores que intervienen en la disputa por el sentido.
Existe una larga tradición del término, que se remonta a la vieja
autodefinición propuesta por el dadaísmo alemán, utilizada para hacer
referencia a estas prácticas difíciles de encuadrar dentro de lo que comúnmente
denominamos “arte”. Esta dificultad que presenta marca uno de los objetivos
esenciales que persiguen estos grupos activistas: acompañar en el proceso de
transformación social. Decimos acompañar porque el vínculo entre arte y
política no contiene subor-dinación alguna sino más bien una acción conjunta.
Es así que nos parece posible pensar al activismo artístico como
constructor de otra memoria, colectiva y no como un oxímoron. Ana
Longoni, una de los principales referentes a la hora de reflexionar acerca de
estas prácticas, nos aporta una definición posible del activismo: comprende
aquellas “producciones y acciones, muchas veces colectivas, que abrevan en
recursos artísticos con la voluntad de tomar posición e incidir de alguna forma
en el territorio de lo político” (Longoni, 2010).
Esta trayectoria que mencionábamos anteriormente se ancla en nuestro
país a fines de los ´60, principios de los ´70, y cuenta en su haber con las Experiencias
del ´68 del Instituto Di Tella, cuya culminación fue la reconocida
realización colectiva Tucumán Arde2.
En la década siguiente, y con el
saldo de horror y silencio que deja el terrorismo de estado, podemos mencionar
una práctica, conocida como “el
Siluetazo”, que se inicia puntualmente durante la III Marcha de la Resistencia
convocada por las Madres de Plaza de Mayo el día 21 de septiembre3 de 1983. La particularidad que presenta
esta técnica es la matriz, es decir, la silueta de un cuerpo es una figura
posible de ser multiplicada y reproducible, técnicamente impecable. Esto
permitía que los contornos dibujados de los/las
desaparecidos/as, que eran muchos/as y tenían que aparecer, tuvieran
lugar a la vista de todes, en el espacio público. La tensión entre la ausencia y
la presencia de cuerpos en la multitud pone de manifiesto la técnica, que no
sólo necesitó de una matriz de reproducción sino también, y sobre todo, de
cuerpos presentes. Un dispositivo que permitió la activación comunicativa con
un impacto simbólico trascendente en un contexto de silencio y complicidad que
escondía la sangre bajo la alfombra.
Este recorrido, mencionado brevemente, concluye con otras dos coyunturas
particulares que fomentaron la emergencia de grupos activistas que promovían
acciones callejeras e intervenciones en el espacio público: en primer lugar, el
surgimiento de H.I.J.O.S en 1996 y la crisis de 2001.
Estos escenarios han hecho posibles otros discursos, otras
memorias de un pasado que es sólo a condición de ser reactivado en el presente.
Se requiere de una abrupta ruptura de la percepción cotidiana para re
significar el presente. Abatir el “siempre fue así” a condición de ser puesto a
prueba con la luz de hoy, visible para todes.
No tendría sentido hablar de las prácticas del activismo o de memoria
colectiva si no existieran formas de ser y estar del arte y la política como
campos autónomos, o no hubiera instituciones o memorias con las cuales disputar
el sentido. Es este conflicto y esta tensión inherente a lo social, lo que
define al activismo artístico como vehículo, como generador de diálogos
entre las distintas memorias.
El caso Jorge Julio
López
Quizá parezca extraño hablar de representaciones prohibidas y de ciertos
desaparecidos legítimos en un contexto que nos encuentra con reapertura de
juicios, con conquistas como la del Espacio de la Memoria y reivindicaciones
sociales conseguidas luego de años de lucha. Sin embargo, nuestro análisis
intentará poner foco en la acción de los dispositivos o canales de comunicación
entendidos como alternativos o, por lo menos, no hegemónicos.
La tarea, entonces, no consiste en abordar estas cuestiones formales en
materia de derechos humanos o, en particular del Gobierno Nacional, sino que la
estructura de poder a la que hacemos referencia trasciende a los protagonistas
concretos. Apunta, por lo tanto, a las relaciones de poder que se diseminan en
la sociedad, que recorren toda la escena social en un momento histórico
determinado.
Especifiquemos el contexto: la segunda desaparición de Jorge Julio
López, esta vez ya en democracia, fue el
18 de septiembre de 2006. Hasta la fecha de este trabajo, la causa que
investiga su secuestro y desaparición se
encuentra paralizada (desde hace al menos dos años) y no ha habido ningún
avance relevante a no ser por algunos montajes espectaculares. De más está
decir que su repercusión en la agenda gubernamental y macromediática es escasa,
o nula.
En este escenario así delimitado por las relaciones de fuerza
existentes, intentaremos demostrar que las intervenciones del activismo
artístico, a través de sus más diversas prácticas (performances, sellados, carteles, intervenciones callejeras) devuelven – de alguna
manera- la presencia de López, asumen la voluntad de incidir o tomar posición
en el terreno de lo político, y allí radica su vitalidad. Dan visibilidad,
inscriben su cuerpo, en otras formas físicas, representativas de aquello que no
está, en resistencia a esa memoria que paraliza los sentidos.
Las prácticas
artísticas y el arte
La serie de trabajos que analizaremos a continuación no sólo pone en
jaque la concepción hegemónica del espacio público sino que también estalla las
mismas bases de lo se puede definir como “el rol del arte”. El artista supera
la exposición convencional de su trabajo, excede el “cuadrado blanco”, el
lienzo o galería de arte para cruzarlo con la dimensión social y política. No
se trata de una obra estática, que busca la mera contemplación, sino de una
experiencia dinámica que atraviesa instituciones, discursos y que nos interpela
como sujetos sociales. Esta contundencia en el espacio público que lleva
adelante el activismo artístico explota la dimensión creativa y genera
espacios para la reflexión, sin ampararse en la creación artística per se
o en el mero reconocimiento sino que incluso la apropiación de “la obra” por
parte de ese sujeto, que se enfrenta con ella, es el mayor reconocimiento.
Así entendidas, estas distintas expresiones del activismo artístico,
entablan un estrecho vínculo (crítico) con la “historia oficial” legitimada por
la fuerza estatal, y habilitan ciertos sentidos y representaciones que circulan
en sus prácticas y que permiten pensarlas como constructoras de una memoria que
no es una mera selección sacada de archivo sino resistencia. No cualquier
resistencia tampoco, sino una a través del hacer artístico, como construcción
colectiva y pública.
Dentro de esta perspectiva se inscriben las prácticas en relación al
reclamo por la aparición con vida de Jorge Julio López, como “Promociones de
Julio”4, de Hugo Vidal.
Esta obra cuenta con una serie de trabajos referidos al reclamo por la
aparición con vida de Julio López realizadas desde 2007 hasta la fecha. Entre
ellas, mencionaremos: nombre propio, botella de mensaje y calendario de
ausencias. La primera intervención es una tarjeta personal, muy común de
profesionales, de corte comercial, que
posee los datos de Jorge Julio López y el reclamo de su aparición con vida.
Botella de mensaje, en cambio, propone una acción de sellado en supermercados y
comercios. La intervención consiste en sellar sobre las etiquetas de los vinos
López la frase que reclama: “Aparición con vida ya!” Por último, calendario de
ausencias, como su nombre lo indica es un calendario vacío de números,
encabezado por una frase “¿Cuántos días sin López?”. Con este calendario se
incita a intervenirlo día a día contando cuantos días hace que Julio J. López
no esta. En la edición Calendario 2010, el 1 de enero se contabilizan 1201 días
sin López.
Lo interesante de este y otros trabajos de Vidal es que a pesar de su
trayectoria como artista plástico, los modos de producción que pone en juego no
requieren mayores competencias artísticas dignas de “las bellas artes”. Cualquiera puede hacer las tarjetas,
cualquiera puede intervenir las botellas: el objetivo es que el sello se
multiplique, que las tarjetas circulen, sin importar quién comenzó con la idea
o a quién le pertenece.
Se trata, entonces, de reflexionar sobre estas intervenciones de los/as
artistas y del activismo artístico que buscan el “no olvido” de López,
aunque más no sea en un instante efímero de la rutina, en el espacio público o
en instituciones artísticas, con preguntas que nos interpelan, que se dirigen a
nosotres.
Ante una doble desaparición física, entonces, la lucha por una tercera
representacional está presente en las reflexiones de estos/as activistas. La
imagen de Jorge Julio López, muchas veces irrumpiendo en una publi-cidad,
ocupando un asiento en un colectivo, tiene esa capacidad de presentar un
cuerpo, de volverlo presencia: ese “aquí y ahora” de alguien que no está, que
no debe hacerse presente, que debe permanecer desaparecido. La imagen, como
fuerza puramente icónica, exige algo de nosotres. El contenido social que se
hace visible, circula y dialoga con la superficie pública: interpela a otras
subjetividades que habitan el espacio, las convierte en potenciales sujetos de
producción.
En este sentido, también vale la pena destacar el “Proyecto López”5 de Lucas Di Pascuale que representa una
intervención en la provincia de Córdoba. Se trató de una convocatoria del
artista cordobés para construir varios letreros de madera con una única
palabra: “López”. Cada cartel fue instalado en el techo de algún espacio
cultural alternativo, sin luces ni colores, casi invisibles por la polución
visual circundante, con los materiales disponibles, de manera bastante
precaria. Según Di Pascuale, sólo a partir de una participación y acción
colectivas se puede construir un nuevo
cartel. El carácter perecedero de la instalación necesita de un colectivo que
pueda reinstalar esa presencia precaria y efímera, que en líneas generales
siempre se dio.
En 2009, en la localidad de Resistencia, al cumplirse tres años de la
desaparición, Leo Ramos, arquitecto activista desde la década del ‘90, pegó con
autoadhesivos en las ventanillas de los colectivos el rostro de López (a la altura de la cabeza
de cualquier pasajero) y una pregunta debajo: “¿dónde está?”. No es la primera
intervención de Leo en el espacio público, dado que desde su posición
especifica como arquitecto, ha participado en Chaco con “Resistencia no
duerme”, que incluye intervenciones graficas a publicidades, carteles
autoadhesivos, o performan-ces.
Estas prácticas, que como acción comunicativa representan un acto y
posicionamiento político, buscan la creación, pero también la justicia y las
demandas sociales silenciadas, invi-sibles, con lo cual la articulación entre
artistas y movimientos sociales (específicamente desde el 2001 en adelante)
entiende la necesidad de intervenir y alterar el ordenamiento simbólico por
parte del Estado, pero también la lógica mercantil que atraviesan todos los
campos.
Este cuestionamiento inevitable sobre las prácticas, las instituciones
dentro del campo artístico, y el rol del arte en la sociedad, no escapa al activismo
artístico. El énfasis en estas relaciones está dado por el aporte
específico que proporciona el campo artístico en las nuevas formas de protesta
o reclamo y el lugar donde lo efectúa: la
calle. Es ahí donde las acciones realizadas tienen otro valor artístico,
diferente, por fuera del circuito del arte.
Uno de los grupos significativos a la hora de hablar de intervenciones
artísticas con posicionamiento político es sin duda el Grupo de Arte Callejero
(GAC), formado en 1997. Desde entonces, tienen lugar en el espacio público intervenciones en publicidades, señales
viales, escraches y la confección de “cartografías” que representan un mapeo de
luchas, relaciones y conflictos. El GAC6
ha venido trabajado en conjunto con diversas agrupaciones como la Mesa de
Escrache Popular, H.I.J.O.S., Madres de Plaza de Mayo línea fundadora y
diferentes colectivos de arte y organismos de derechos humanos. Como colectivo,
muchas veces se ven envueltos en las polémicas que desatan sus intervenciones,
no sólo desde la política sino también desde el arte (y los artistas) y
sometidos a preguntas del tipo “¿es arte?”
“¿Son eficaces estas prácticas?” o el “siempre terminan tranzando”. Esto
último guarda relación con la participación del GAC en 2003, en la Bienal de
Venecia. Desde otro lugar, la pregunta por el rol transformador del arte
también es moneda corriente para los integrantes del grupo La calle es nuestra. Ellos
expresan la relación de esta manera: “¿El arte es transformador por sí
mismo o son las prácticas las que tienen un potencial transformador? Si
preguntamos por el rol social del arte, no es porque estemos presuponiendo un
rol definido, sino porque buscamos abrir el juego para pensar otros roles que
los hegemónicos. ¿Pensamos al arte como herramienta? ¿Como un lenguaje posible
que genera discursos? ¿Como un modo de conocimiento? ¿Como un frente de lucha
en donde se articula con otros lenguajes? Nos interesa pensar que la lucha
política es también una batalla cultural”7. Así, entonces, el vínculo estalla, se
fusiona, se problematiza.
Donde la práctica se
hace cuerpo
Decimos que la práctica se hace cuerpo, porque siempre se trata de una
memoria que necesita ser activada por sujetos, que necesita ser encarnada en y
decodificada por personas y que no queda sólo registrada en la piedra: sabemos
que un edificio o un monumento por sí solos no aseguran la memoria.
Así entendida la misma, necesitamos interrogarnos sobre los soportes y
espacios de ella y sus convenciones, quizás porque todo lo que se pretende
recordar, una vez confiado a una estructura edilicia, también se puede olvidar.
Un punto fundamental consiste, entonces, en pensar las especificidades
del espacio en el cual se desarrollan las prácticas que nos competen en este
análisis: el espacio público.
¿Por qué elegir el espacio público? Según Hannah Arendt, “todas las
actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los hombres (y
mujeres) viven juntos y su acción no cabe por fuera de la sociedad. (…) (y)
nuestra sensación de la realidad depende por entero de la aparición y, por lo
tanto, de la existencia de una esfera pública en la que las cosas surjan de la
oscura y cobijada existencia, incluso el crepúsculo que ilumina nuestras vidas
privadas e íntimas deriva de la luz mucho más dura de la esfera pública”
(Arendt, 1958).
Es preciso entender la apuesta política del activismo artístico
desde esta perspectiva, como esa necesidad de aparición. No sólo desde la
acción sino también desde el discurso.
La apropiación en un espacio común donde los hombres y las mujeres
forman su propia trama de relaciones. Arendt nos dice: “Toda actividad
desempeñada en público puede alcanzar una excelencia nunca igualada en privado,
porque esta requiere la presencia de otros y, dicha presencia exige la
formalidad del público” (Arendt, 1958). La “excelencia” del ejercicio se logra,
de alguna manera, proporcionándole un lugar, un espacio para ser.
Entendiendo que, para que dicho espacio (así como ocurre con la memoria)
sea público, hay que intervenirlo, crearlo o perturbarlo. Como modos y maneras
de inferir en lo público, anteriormente mencionamos al colectivo La calle es
nuestra, que entiende a ese espacio
como campo de disputa simbólica. ¿Qué se disputa? Se disputa la identidad y la
pertenencia, las posibilidades de reconocimiento con el otro, el diálogo de las
distintas memorias, entre otras cosas.
El activismo artístico al que hacemos referencia busca, a través
de sus prácticas, perturbar estos espacios neutralizados por el poder,
mercantilizados y normativizados imponiendo una lógica distinta, una
resistencia. La calle, reconfigurada ya no como una vía de transito diario, y
su obstrucción como “caos vehicular”, sino entendida como “la forma alternativa
y subversiva de todos los medios de comunicación colectiva; porque no es, como
éstos, soporte objetivado de mensajes sin respuesta, red de transito a
distancia, es el espacio que se ha abierto el intercambio simbólico de la
palabra, efímera y mortal, palabra que no se refleja en la pantalla platónica
de los media” (Baudrillard, 1991).
En el espacio público, entonces, toma cuerpo, forma, la memoria co-lectiva;
en él se dan las movilizaciones, las protestas, pero también en él se da la
disputa simbólica. Sin embargo, la categoría de espacio público corre el riesgo
de burocratizarse en un sinfín de abstracciones, necesitamos hilar más fino.
Preferimos, entonces, usar la categoría
de espacio público no gubernamental o no estatal, entendiendo bajo este
concepto a un tipo de instancia que involucra participación volun-taria y formas
de intervención colectiva, bajo lógicas que se distinguen de las que tradicionalmente
guiaron a los órganos de gestión pública, por no estar acotadas al ámbito
estatal ni al mercantil.
Acción política entonces, sin atarse
mecánicamente al derecho estatal
ni a la forma organizativa partidaria que regulan la representación política8. Muchos autores, coinciden en que la
categoría de lo “público no estatal” remite a la creación de una
institucionalidad que no sólo involucre la necesidad de tornar la gestión
pública más permeable a las demandas emergentes de la sociedad, sino también de
retirar del Estado y de los agentes sociales privilegiados el monopolio
exclusivo de la definición de la agenda social (Cunill Grau 1997). Así
entendido, lo “público no estatal” se construiría en una especie de zona
gris entre el mercado y el Estado, pues no como terreno complementario con
respecto a estas dos esferas, sino en tanto potencial que impugne la existencia
de estas mediaciones que organizan nuestra vida en función de ciertas
voluntades de poder (Ontaviña, 2007). La acción política de estas prácticas
artísticas tiene como soporte y base general la dimensión creativa que aumenta
la visibilidad de aquello que no lo tiene y su efectividad política. Y aquí nos
gusta pensar nuestro tema de exposición en línea con lo que Virno plantea: “La
piedra angular de la acción política consiste en desarrollar el carácter
público del Intelecto fuera de la lógica de producción capitalista”9.
Perturbación, conflicto y comunidad
Una fuerza, una energía que se convoca y que nos interpela como sujetos
en ese espacio público entendido como espacio de lucha pero también de diálogo,
de construcción que necesariamente tiene que ser en comunidad.
La(s) memoria(s), de manera colectiva, siempre reactivadas en el
presente, resistiendo, manifestando que hay algo privado que debe ser público y
que entiende que si sólo pensamos en colocar estos temas en agenda o en una
pantalla televisiva no estamos agotando nuestra capacidad de incidir y
subvertir las representaciones neutralizadas, los discursos legítimos. De nada
sirve el recuerdo instituido y mecánico
del pasado si no nos valemos de él para activarlo, para hacerlo una experiencia
transmisible, que se pueda compartir y pasar. No se trata de ha-cer todo
memorable, sino sólo lo que como sociedad, nos sigue mirando, nos atraviesa.
Dentro de este modo de pensar el presente, el arte y la política
resisten. Deforman lo visible, lo audible, lo decible; corren los límites. “La
obra de arte puede ser un acto de resistencia y la resistencia puede ser un
acto de arte porque muestra la novedad más radical: eso que es imprevisible,
inaudible, impredecible, inaugurando aquello que antes de ella no podía estar”
(Sacchi, 2010). La pregnancia de las imágenes que restituyen eso que una vez
llamaron la “población invisible” nos indica el cruce entre cuestiones
artísticas y la práctica militante. Y es preciso señalar que los trabajos
además de variar entre lo estético y territorial, se acomodan según la
coyuntura política en particular.
Que estas prácticas del acti-vismo artístico se mantengan sin ser
cooptadas por la institucionalidad dependerá –creemos- de la reflexión crítica
y discursiva que promueven las relaciones sociales encargadas de producir los
bienes simbólicos, de la renovación de sus formas y la interacción con la
realidad social.
Gritar, entonces, para no olvidar que quienes nos hacen ver la foto de
Julio López en un patrullero quizá tengan algo que decirnos. La lista es larga,
pero como sabemos que “la impunidad exige la desmemoria” (Galeano, 1998) vale
la pena mencionar aunque más no sea algunos nombres como Iván Torres, Juan
Pablo Caba, Gastón Vara, David Hayes, Silvia Suppo, Luciano Arruga y Jorge
Julio López.
Esa presencia activa no debe olvidar que necesitamos pensar la práctica
artística como grito, como resistencia para lograr esa memoria que sea de todes
y que como tal tiene que estar a la vista de todes, asequible a todes, salvaje
e indómita, ahí afuera.
Notas
1
Pilar Calveiro es argentina, doctora en Ciencias Políticas egresada de la
Universidad Nacional de México, exiliada tras haber permanecido secuestrada en
la Escuela Mecánica de la Armada (ESMA) durante la dictadura militar.
2
Para mayor información sobre el proceso que mencionamos desde las Experiencias
del `68 a la muestra colectiva Tucumán Arde ver Del Di Tella a Tucumán Arde,
de Ana Longoni, y Mariano Mestman, Buenos Aires, Eudeba, 2008.
3
Un día del estudiante.
4 “Promociones de Julio” es una serie de trabajos referidos a Julio López
presentados en el Centro Cultural de la Cooperación en septiembre de 2010.
5
Este proyecto fue incluido dentro de la muestra “¡AFUERA! Arte en
espacios públicos” presentada el corriente año en la sede San Telmo del Centro
Cultural de España en Buenos Aires.
6
GAC: Grupo de Arte Callejero. Para mayor información acerca del grupo
recomendamos la lectura del libro del GAC: GAC. Pensamientos, practicas y
acciones de la Editorial Tinta Limón, Buenos Aires, 2009.
8
Estudio de T. Genro (como se cita en Ouviña, 2002)
9
http://biblioweb.sindominio.net/pensamiento/virno.html Visitada por última vez: 27 de agosto de
2011.
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Russo, P. “El encuentro entre arte y militancia y la
publicidad de ideas políticas en el espacio público callejero. El ejemplo del
GAC”.
http://www.no-retornable.com.ar/dossiers/0093.html. 28 de agosto del 2011.
Virno, P. “Virtuosismo y revolución:
notas sobre el concepto de acción política”. http://biblioweb.sindominio.net/pensamiento/virno.html. 18 de agosto del 2011.
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