Génesis
Escribe Pablo Vázquez
Ilustra Matías Costilla
La historia es irrefutable: no hubo primeros ni últimos en la carrera
del hombre. Tampoco hubo mitades ni promedios. Querer rastrear el origen trajo
como respuesta una imagen de monstruosas dimensiones y figuras. Una imagen
irrevelable y, por ende, irrelevante hasta nuevo aviso.
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Lo que sí se sabe es que antes del hombre no hubo nada, e
inmediatamente después del hombre hubo algo. Una antilogía. A decir verdad, no
hubo una antilogía, porque pronto se supo su aterradora composición:
multánime, polimorfa, impredecible.
Así pues, se trataba de una multiplicidad: muchas antilogías. El
hombre, de hecho, fue libre durante un período brevísimo, ya que las
antilogías, casi inmediatamente, tomaron el control. Al comienzo se acercaron a
los hombres, amigables; mas fue cuestión de una nada de tiempo para hallar a los
hombres encerrados en celdas invisibles. Las antilogías los tenían a su merced.
Los hombres esperaban lo peor de dicha situación: las antilogías
podrían hacer lo que quisieran. Sin embargo, se limitaban a pasearse alrededor
y a disfrazarse infinitamente, a disfrazarse y a mutar también, a cambiar de
formas, colores, nombres; a fusionarse, partirse o reproducirse. Era extraño
para el hombre verse sumido en dicha situación, ya que no ignoraba que las
antilogías eran creación suya, pero las antilogías eran fundadoras de él a su
vez. Esta dialéctica estaba a la vista del más estrábico: las antilogías
estaban compuestas por numerosas herramientas del hombre como camisas,
discursos en distintos idiomas, maquinarias o símbolos entrecruzados. El
hombre, poco a poco, iba adquiriendo a su vez la multiplicidad de las
antilogías, no sin cierta torpeza: aprendía lentamente a reproducirse y a
disfrazar estados de ánimo y hasta palabras.
El tiempo no hacía otra cosa que avanzar, y los hombres, impotentes,
miraban a las antilogías bailotear. Como mucho, las antilogías esperaban que
algún hombre ande distraído para, a la velocidad de la luz, acecharlo y bajarle
los pantalones. Las antilogías siempre se limitaban al acto, a la provocación:
la antilogía en cuestión volvía al despelotado tránsito al que estaba
acostumbrada, y pronto desaparecía tras un nuevo sombrero azul con pintitas
rosas o le salían tres nuevas piernas que revoleaba frenéticamente en medio de
la multitud. Las antilogías no se reían de lo que hacían, las antilogías
hacían: eran los propios hombres los que se reían del distraído con los
pantalones bajos. Las antilogías miraban atentamente a los hombres reírse de
los otros hombres con los ojos muy abiertos durante unos segundos, y seguían su
zigzagueante danza como si nada. El avergonzado sólo atinaba a subirse los
pantalones y estar más atento la próxima vez.
La situación, para bien o para mal, progresaba: algunas antilogías,
las más elegantes y permeables, aquellas que se perdían de vista casi
inmediatamente, comenzaron a ser temidas y respetadas por los hombres y por las
otras antilogías más prosaicas. Estos seres distinguidos se entregaron sin
preámbulos a la ebriedad del poder. Comenzaron por negar su condición
antilógica, la ocultaron: ya no se las veía disfrazándose o reproduciéndose con
nada más que consigo mismas. Ya no se las veía en ningún estado específico:
parecían un torbellino de cambios constantes, una neblina imposible de
catalogar. Estas pocas antilogías se proclamaron dioses, habitantes de una lógica
vital sin sustento alguno. Se opusieron a todo el sistema y desaparecieron. Ya
no las vieron más. Sólo quedó una vaga idea sobre ellas: al parecer, estaban
vigilando a hombres y antilogías desde otro lugar. Nada volvería a ser igual.
El carácter gregario y comunicativo de los hombres era su arma
principal: primero se agruparon, luego se pusieron –más o menos- de acuerdo. El
alarmante estado los arrojó a su instinto primitivo y sólo quisieron defenderse
de algún modo, de cualquier modo de ésas traumáticas y vívidas apariciones. Se
ubicaban entonces en esquinas y laterales de las celdas y arrojaban objetos a
las antilogías, esperando atinarle a alguna. De todo tiraban: plumas, temores,
cerebros, ambiciones. Nada. Luego sumaron a la lista pinceles, guitarras,
lienzos… ¡apetitos, libros, sueños! Era inútil: las antilogías bailaban
alrededor de aquella ridícula artillería. Y se reían a carcajadas, también,
habían aprendido ese hábito de los hombres. Cualquier cosa que pasaba por los
barrotes era lanzado sin criterio alguno: cuando la desesperación reinaba sus
cabezas, y como último recurso, algunos niños –los más pequeños, que
pasaban a través de los barrotes-, volaban por los aires a causa de sus
aptitudes como objetos contundentes.
Cuanto más se arremetía contra las antilogías, más terribles e
impiadosas se volvían éstas. Bruscamente, dejaron de bailar y comenzaron a
tragar todo lo que andaba dando vueltas: las agresiones viajaban desde la mano
de los hombres hacia la boca de las antilogías, sin excepción. Todo iba a sus
bocas, todo trozaban con sus maxilares de tiranosaurio, todo lo tragaban con
sus gargantas extensas y sinuosas cual catacumbas de lava. Todo lo consumían.
Los hombres, en cambio, todo lo producían, y la mayor parte de lo
producido era arrojado a las voraces criaturas implacables. Los productos
humanos eran su alimento y, de algún modo, la existencia de éstos era la propia
supervivencia de las antilogías. ¿Qué sería de las antilogías si no tuvieran de
quién ocultarse? ¿De quién consumirían, para quién se disfrazarían o bailarían
trágicamente?
La turbulenta convivencia entre hombres y antilogías continuó
ininterrumpidamente sin demasiados sobresaltos: cada vez hubo más hombres y más
antilogías a niveles desproporcionados. Hoy la situación es irreversible. El
hombre produjo y fue producido por estos seres que lo habitan y son habitados
por él a su vez. Ambos se reprodujeron y entrelazaron en un abrazo cada vez más
asfixiante.
Los hombres documentaron y documentan su experiencia con el mundo. Sus
relaciones con viejas antilogías –muchas de ellas, ancestrales- y la producción
de nuevas, así como también sus vivencias con otros hombres. Creemos que muy
probablemente, y a raíz de la profunda mímesis que prolifera constantemente
entre hombres y antilogías, haya una historia desde la propia singularidad de
las antilogías; otra versión de la historia, una versión de caracteres
antilógicos.
Por lo pronto, no
nos hemos hecho con semejante documento.
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