jueves, 17 de mayo de 2012

Revista Sinécdoque Nº2 | "Génesis" (Escribe Pablo Vázquez / Ilustra Matías Costilla)


Génesis
Escribe Pablo Vázquez
Ilustra Matías Costilla

La historia es irrefutable: no hubo primeros ni últimos en la carrera del hombre. Tampoco hubo mitades ni promedios. Querer rastrear el origen trajo como respuesta una imagen de monstruosas dimensiones y figuras. Una imagen irrevelable y, por ende, irrelevante hasta nuevo aviso.

Lo que sí se sabe es que antes del hombre no hubo nada, e inmediatamente después del hombre hubo algo. Una antilogía. A decir verdad, no hubo una  antilogía, porque pronto se supo su aterradora composición: multánime, polimorfa, impredecible.

Así pues, se trataba de una multiplicidad: muchas antilogías. El hombre, de hecho, fue libre durante un período brevísimo, ya que las antilogías, casi inmediatamente, tomaron el control. Al comienzo se acercaron a los hombres, amigables; mas fue cuestión de una nada de tiempo para hallar a los hombres encerrados en celdas invisibles. Las antilogías los tenían a su merced.

Los hombres esperaban lo peor de dicha situación: las antilogías podrían hacer lo que quisieran. Sin embargo, se limitaban a pasearse alrededor y a disfrazarse infinitamente, a disfrazarse y a mutar también, a cambiar de formas, colores, nombres; a fusionarse, partirse o reproducirse. Era extraño para el hombre verse sumido en dicha situación, ya que no ignoraba que las antilogías eran creación suya, pero las antilogías eran fundadoras de él a su vez. Esta dialéctica estaba a la vista del más estrábico: las antilogías estaban compuestas por numerosas herramientas del hombre como camisas, discursos en distintos idiomas, maquinarias o símbolos entrecruzados. El hombre, poco a poco, iba adquiriendo a su vez la multiplicidad de las antilogías, no sin cierta torpeza: aprendía lentamente a reproducirse y a disfrazar estados de ánimo y hasta palabras.

El tiempo no hacía otra cosa que avanzar, y los hombres, impotentes, miraban a las antilogías bailotear. Como mucho, las antilogías esperaban que algún hombre ande distraído para, a la velocidad de la luz, acecharlo y bajarle los pantalones. Las antilogías siempre se limitaban al acto, a la provocación: la antilogía en cuestión volvía al despelotado tránsito al que estaba acostumbrada, y pronto desaparecía tras un nuevo sombrero azul con pintitas rosas o le salían tres nuevas piernas que revoleaba frenéticamente en medio de la multitud. Las antilogías no se reían de lo que hacían, las antilogías hacían: eran los propios hombres los que se reían del distraído con los pantalones bajos. Las antilogías miraban atentamente a los hombres reírse de los otros hombres con los ojos muy abiertos durante unos segundos, y seguían su zigzagueante danza como si nada. El avergonzado sólo atinaba a subirse los pantalones y estar más atento la próxima vez.

La situación, para bien o para mal, progresaba: algunas antilogías, las más elegantes y permeables, aquellas que se perdían de vista casi inmediatamente, comenzaron a ser temidas y respetadas por los hombres y por las otras antilogías más prosaicas. Estos seres distinguidos se entregaron sin preámbulos a la ebriedad del poder. Comenzaron por negar su condición antilógica, la ocultaron: ya no se las veía disfrazándose o reproduciéndose con nada más que consigo mismas. Ya no se las veía en ningún estado específico: parecían un torbellino de cambios constantes, una neblina imposible de catalogar. Estas pocas antilogías se proclamaron dioses, habitantes de una lógica vital sin sustento alguno. Se opusieron a todo el sistema y desaparecieron. Ya no las vieron más. Sólo quedó una vaga idea sobre ellas: al parecer, estaban vigilando a hombres y antilogías desde otro lugar. Nada volvería a ser igual.

El carácter gregario y comunicativo de los hombres era su arma principal: primero se agruparon, luego se pusieron –más o menos- de acuerdo. El alarmante estado los arrojó a su instinto primitivo y sólo quisieron defenderse de algún modo, de cualquier modo de ésas traumáticas y vívidas apariciones. Se ubicaban entonces en esquinas y laterales de las celdas y arrojaban objetos a las antilogías, esperando atinarle a alguna. De todo tiraban: plumas, temores, cerebros, ambiciones. Nada. Luego sumaron a la lista pinceles, guitarras, lienzos… ¡apetitos, libros, sueños! Era inútil: las antilogías bailaban alrededor de aquella ridícula artillería. Y se reían a carcajadas, también, habían aprendido ese hábito de los hombres. Cualquier cosa que pasaba por los barrotes era lanzado sin criterio alguno: cuando la desesperación reinaba sus cabezas, y como último recurso,  algunos niños –los más pequeños, que pasaban a través de los barrotes-, volaban por los aires a causa de sus aptitudes como objetos contundentes.

Cuanto más se arremetía contra las antilogías, más terribles e impiadosas se volvían éstas. Bruscamente, dejaron de bailar y comenzaron a tragar todo lo que andaba dando vueltas: las agresiones viajaban desde la mano de los hombres hacia la boca de las antilogías, sin excepción. Todo iba a sus bocas, todo trozaban con sus maxilares de tiranosaurio, todo lo tragaban con sus gargantas extensas y sinuosas cual catacumbas de lava. Todo lo consumían.

Los hombres, en cambio, todo lo producían, y la mayor parte de lo producido era arrojado a las voraces criaturas implacables. Los productos humanos eran su alimento y, de algún modo, la existencia de éstos era la propia supervivencia de las antilogías. ¿Qué sería de las antilogías si no tuvieran de quién ocultarse? ¿De quién consumirían, para quién se disfrazarían o bailarían trágicamente?
               
La turbulenta convivencia entre hombres y antilogías continuó ininterrumpidamente sin demasiados sobresaltos: cada vez hubo más hombres y más antilogías a niveles desproporcionados. Hoy la situación es irreversible. El hombre produjo y fue producido por estos seres que lo habitan y son habitados por él a su vez. Ambos se reprodujeron y entrelazaron en un abrazo cada vez más asfixiante.
               
Los hombres documentaron y documentan su experiencia con el mundo. Sus relaciones con viejas antilogías –muchas de ellas, ancestrales- y la producción de nuevas, así como también sus vivencias con otros hombres. Creemos que muy probablemente, y a raíz de la profunda mímesis que prolifera constantemente entre hombres y antilogías, haya una historia desde la propia singularidad de las antilogías; otra versión de la historia, una versión de caracteres antilógicos.

Por lo pronto, no nos hemos hecho con semejante documento.


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