lunes, 18 de junio de 2012

Revista Sinécdoque Nº2 | "Una" (Escribe Mariana Costa)


Una
Escribe Mariana Costa

Suena el despertador, son las 6:30 cuando una mujer se incorpora sobre su cama. A sus pies se encuentran unas viejas y desgastadas pantuflas, se las calza y se dirige al baño. Se pone una anticuada bata y se dispone a borrar el cansancio lavándose la cara y los dientes. Sale, apaga la luz y, directamente  sin escalas va hacia la cocina.
Prepara el mismo desayuno de todas las mañanas. Sobre la hornalla una cafetera deteriorada por los años pide a gritos que se apague el fuego. La mujer obedece y vacía el contenido sobre una taza blanca y pura que deja sobre la mesa. Pone tres cucharadas de azúcar y comienza a beberlo casi simultáneamente con la preparación de dos, y tan sólo dos, tostadas con dulce.
Al terminar su fugaz desayuno, aún en bata y pantuflas, se dirige hacia un rinconcito del jardín, abre una canilla y riega las plantas que adornan un pequeño cantero.
El sol apenas está saliendo mientras ella lava la vajilla usada en el desayuno. Al terminar con esos quehaceres, se toma su tiempo para relajarse con un baño de inmersión. Se viste para ir a trabajar. A las siete y media en punto, sale de su casa hacia la parada del colectivo. Como siempre, el 85 llega a las 7:45 y ella pide el boleto mínimo. Está repleto, pero como debe recorrer unas pocas cuadras, no se incomoda.
Al bajar cruza la calle y toca el timbre de un alto edificio. Le abren la puerta desde el portero eléctrico. Entra a la oficina y se sirve un café bien negro con tres cucharadas de azúcar. No saldrá de ahí hasta las 5 de la tarde. Quince minutos más le lleva esperar en la parada acompañada por la gente de siempre la llegada del colectivo que la dejará de vuelta en su casa.
Baja del colectivo, camina un par de cuadras, las mismas que camina al comienzo del día, y por la misma mano. Llega. Se cambia de ropa y se pone cómoda, espera que se hagan las 6, un té a las 6.
Más tarde toma una ducha para distenderse y sale a hacer las compras. Siempre yendo y viniendo por las mismas calles se dirige al almacén de todos los días.
Alrededor de las 20 pone la mesa, prende el televisor, hace la comida y se prepara para cenar. Cuando el programa termina también termina su día. Se acuesta. Mañana tiene que emprender un día que será exactamente igual.
Todos los días lo mismo. No había uno que fuese distinto del anterior, indefectiblemente respondían a la misma rutina.
Pero hubo una vez en que todo cambió. Ella realizaba sus tareas habituales, hasta que llegó el momento en que salía a hacer las compras. Tomó una bolsa, la billetera y las llaves.
Salió, hizo dos cuadras derecho, en la esquina de la avenida dobló y cruzó la plaza.
Caminando, y sin querer, dejó caer de su bolsillo la billetera. El lugar estaba muy concurrido, y en el montón de niños que jugaban en torno a las hamacas, había un gentil caballero que notó que algo se le había caído. Haciendo ademanes para alcanzarla intentó que ella se diera vuelta. Al no responder, comenzó a acelerar la marcha para llegar hasta ella. Ella se sintió perseguida y cuanto más rápido caminaba el hombre, más rápido lo hacia ella.
El hombre gritaba tratando que la mujer se diese vuelta y notase qué era lo que estaba haciendo. Pero ella insistía en no responder, sólo caminaba recta y rápidamente.
Después de unos instantes de  esta persecución, ella se dio vuelta y notó qué era lo que realmente estaba sucediendo. Al ver que su día, o mejor dicho su vida, había dado un vuelco inesperado, creyó que no sería nada malo disfrutar unos instantes más de semejante oportunidad que se le había presentado.
Comenzó a caminar cada vez más rápido, hasta llegar al punto de correr entre la multitud de personas que pasaba por ahí.
Ella corría y atropellaba a los transeúntes, el hombre también lo hacía. Ambos se veían envueltos en una persecución sin sentido.
Después de correr un largo rato encontró en una esquina un baldío perfecto para esconderse, y lo esperó ahí, sigilosamente. Cuando él dobló en la esquina, ella se había esfumado. Creyó haberla perseguido en vano, y ya más tranquilo quiso emprender la vuelta.
Como si un fantasma hubiese aparecido de la nada, un vidrio se clavó en su espalda. Escondió el cuerpo en el terreno, y vigilando que nadie la viera salió de allí corriendo.
Al día siguiente se levantó a la misma hora, desayunó, regó las plantas, se bañó, tomó el mismo colectivo, fue al trabajo, volvió, se duchó, tomó el te, y salió a hacer las compras. Dos cuadras derecho, en la esquina de la avenida dobló, y cruzó la plaza. Mientras caminaba por allí normalmente, vio a los niños jugando, miró a ambos lados, y como sin querer dejó caer sus llaves.

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