Una
Escribe
Mariana Costa
Suena el despertador, son las 6:30 cuando una mujer se incorpora sobre
su cama. A sus pies se encuentran unas viejas y desgastadas pantuflas, se las
calza y se dirige al baño. Se pone una anticuada bata y se dispone a borrar el
cansancio lavándose la cara y los dientes. Sale, apaga la luz y,
directamente sin escalas va hacia la
cocina.
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Prepara el mismo desayuno de todas las mañanas. Sobre la hornalla una
cafetera deteriorada por los años pide a gritos que se apague el fuego. La mujer
obedece y vacía el contenido sobre una taza blanca y pura que deja sobre la
mesa. Pone tres cucharadas de azúcar y comienza a beberlo casi simultáneamente
con la preparación de dos, y tan sólo dos, tostadas con dulce.
Al terminar su fugaz desayuno, aún en bata y pantuflas, se dirige
hacia un rinconcito del jardín, abre una canilla y riega las plantas que
adornan un pequeño cantero.
El sol apenas está saliendo mientras ella lava la vajilla usada en el
desayuno. Al terminar con esos quehaceres, se toma su tiempo para relajarse con
un baño de inmersión. Se viste para ir a trabajar. A las siete y media en
punto, sale de su casa hacia la parada del colectivo. Como siempre, el 85 llega
a las 7:45 y ella pide el boleto mínimo. Está repleto, pero como debe recorrer
unas pocas cuadras, no se incomoda.
Al bajar cruza la calle y toca el timbre de un alto edificio. Le abren
la puerta desde el portero eléctrico. Entra a la oficina y se sirve un café
bien negro con tres cucharadas de azúcar. No saldrá de ahí hasta las 5 de la
tarde. Quince minutos más le lleva esperar en la parada acompañada por la gente
de siempre la llegada del colectivo que la dejará de vuelta en su casa.
Baja del colectivo, camina un par de cuadras, las mismas que camina al
comienzo del día, y por la misma mano. Llega. Se cambia de ropa y se pone
cómoda, espera que se hagan las 6, un té a las 6.
Más tarde toma una ducha para distenderse y sale a hacer las compras.
Siempre yendo y viniendo por las mismas calles se dirige al almacén de todos
los días.
Alrededor de las 20 pone la mesa, prende el televisor, hace la comida
y se prepara para cenar. Cuando el programa termina también termina su día. Se
acuesta. Mañana tiene que emprender un día que será exactamente igual.
Todos los días lo mismo. No había uno que fuese distinto del anterior,
indefectiblemente respondían a la misma rutina.
Pero hubo una vez en que todo cambió. Ella realizaba sus tareas
habituales, hasta que llegó el momento en que salía a hacer las compras. Tomó
una bolsa, la billetera y las llaves.
Salió, hizo dos cuadras derecho, en la esquina de la avenida dobló y
cruzó la plaza.
Caminando, y sin querer, dejó caer de su bolsillo la billetera. El
lugar estaba muy concurrido, y en el montón de niños que jugaban en torno a las
hamacas, había un gentil caballero que notó que algo se le había caído.
Haciendo ademanes para alcanzarla intentó que ella se diera vuelta. Al no
responder, comenzó a acelerar la marcha para llegar hasta ella. Ella se sintió
perseguida y cuanto más rápido caminaba el hombre, más rápido lo hacia ella.
El hombre gritaba tratando que la mujer se diese vuelta y notase qué
era lo que estaba haciendo. Pero ella insistía en no responder, sólo caminaba
recta y rápidamente.
Después de unos instantes de
esta persecución, ella se dio vuelta y notó qué era lo que realmente
estaba sucediendo. Al ver que su día, o mejor dicho su vida, había dado un
vuelco inesperado, creyó que no sería nada malo disfrutar unos instantes más de
semejante oportunidad que se le había presentado.
Comenzó a caminar cada vez más rápido, hasta llegar al punto de correr
entre la multitud de personas que pasaba por ahí.
Ella corría y atropellaba a los transeúntes, el hombre también lo
hacía. Ambos se veían envueltos en una persecución sin sentido.
Después de correr un largo rato encontró en una esquina un baldío
perfecto para esconderse, y lo esperó ahí, sigilosamente. Cuando él dobló en la
esquina, ella se había esfumado. Creyó haberla perseguido en vano, y ya más
tranquilo quiso emprender la vuelta.
Como si un fantasma hubiese aparecido de la nada, un vidrio se clavó
en su espalda. Escondió el cuerpo en el terreno, y vigilando que nadie la viera
salió de allí corriendo.
Al
día siguiente se levantó a la misma hora, desayunó, regó las plantas, se bañó,
tomó el mismo colectivo, fue al trabajo, volvió, se duchó, tomó el te, y salió
a hacer las compras. Dos cuadras derecho, en la esquina de la avenida dobló, y
cruzó la plaza. Mientras caminaba por allí normalmente, vio a los niños
jugando, miró a ambos lados, y como sin querer dejó caer sus llaves.
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