19/20
Variaciones sobre
el fragmento
Escribe Gastón Sena
Ilustra Max Pérez Fallik
De noche, los estanques se ponen de pie y dicen: “ya
no estamos muertos”. Se ponen de pie y juntan el agua alrededor de ellos, en
pliegues. Al irse, dejan un hoyo inmenso, ruedan y se resbalan, inclinados como
barriles, altos como catedrales, por carreteras donde de día circulan tantos
coches, conducidos por ciegos con lentes verdes.
En las madrugadas, los estanques, límpidos al principio, se revuelven y sacan cosas a la superficie (hormigas). Abrumados por ese peso, dicen: “nos vamos mañana temprano; sí, mejor mañana”. De allí que al amanecer todos hayan regresado a su hoyo, apartando a los rosales. Pero cuando hay patos en los estanques, ¿cómo hacen todo esto?
Henri Michaux
Mirar en el fondo de los sueños / la
estrella que palpita […]
Eras tan hermosa / que aprendí a cantar
Vicente Huidobro
¿Qué fue el 19/20? Dice
Paolo Virno en alguna parte que, no importa de quién se trate, habiendo sido
partícipe en el rugir de la batalla, se pertenece a un ciclo de luchas. La
memoria de las luchas, qué duda cabe, es, asimismo, una herencia a ser
resguardada. Empero, esto no debe ser asimilado a las momias de un museo, o a
polvorientos libritos rojos y negros. Parafraseando a Walter
Benjamin podemos decir que la memoria de las
luchas nos remite a la consistencia propia de un recuerdo tal como éste refulge
en un instante de peligro. Es posible, pues, haber hecho experiencia de
múltiples emergencias del antagonismo, haber tomado parte en él, haciéndolo ser
para (y por) nosotras/os, sin por esto dejar de permanecer anclados en
el crepitar de unas imágenes que persisten –como el barrio aquél del tango, al
que, se nos dice, siempre estamos llegando- en sernos una redundante presencia.
Si esto es cierto, entonces, será posible vislumbrar un
acontecimiento originario del movimiento real, histórico. Esta cifra, que, se
ha dicho, remite a flujos de imágenes, se nos mostrará cada vez en
singular manera. Esto es, como experiencia ya no solamente de algo sino
también y sobre todo de alguien. Hay política en aquello que atañe a un
modo de dejarse afectar por alguna cosa. Es la calidez del afecto antes que la
fría y calculadora conciencia quien pone en funcionamiento máquinas de guerra
contra la servidumbre. Hay que poner atención al gobierno de los cuerpos ya no
como si de simples mecanismos des-personalizados se tratase, tecnologías
exteriores a los cuerpos. El gobierno de los cuerpos se nos aparece un gobierno
de los afectos. Las variaciones emotivas refieren a específicos modos de
ser-en-común. Y aquí también ser radical es tomar las cosas desde la raíz.
Empero, aquí la raíz, que, es sabido, es (patriarcalmente) el hombre, se
confunde con las tecnologías de normalización del común. El dominio imaginario
del capital se nos muestra así en todas y en ninguna parte, ocupando lo más
profundo de la psiquis –esa producción maquínica-, incrustándose como un
artefacto semiótico de gobierno.
Remitir a (las escurridizas imágenes de) un acontecimiento
originario del movimiento no es reductible a un lenguaje heredado por fuera de
toda experiencia vivida, aquello que en la jerga militante-limitante (y, al decir de Giorgio Agamben, toda jerga es una forma de vida)
se suele llamar tradición y que, no pocas veces, por ser un lugar común del
pensamiento, resulta impensable, incuestionable –palabras arrugadas a la sombra
de su propio peso muerto-. No hay que obturar la máquina de la imaginación
creadora, repitiendo obsesivamente la eterna cadencia de lo mismo –y las
imágenes pueden aparecérsenos como bloqueos y ya no como meras presencias que
están ahí, como obstrucciones al flujo creativo y ya no como piquetes que
cierran la ruta pero abren el camino-. La memoria de las luchas se transmite en
su apertura constitutiva a la indeterminación de la potencia, es decir, a sus
variaciones en sus modos de ser-así. La invención de lo común actualiza la
máquina delirante, onírica, la saca de quicio, la vuelve loca.
Hay para quienes una lucha ha dejado marcas tan profundas
que se inscriben en la experiencia más recóndita de lo propio. Empero, como en
toda experiencia de un cuerpo, enlazada, asimismo, con sus fantasmas,
ser del 19/20 tiene sus ambivalencias. Tampoco el recurso a la economía nos
aclarará del todo aquello. Hay que comer, sí. Pero en ninguna parte existe la pura
economía por fuera de una significación humana, extrañada a un inextricable
nudo de intencionalidades vividas que se componen y alteran mutuamente. Nada
hay allí de transparente, por el contrario, nunca asimos el esto sino en
el lenguaje, su tener lugar, o, si se prefiere, el modo en que un fenómeno se
nos aparece está constitutivamente entramado por la opacidad. El tener mundo es
un estar envuelto en un enigma. Tal lo dicho acerca de la casa aquella que
hiciera las delicias de la fenomenología, al fenómeno sólo podemos acceder
desde alguno de sus lados, y ya no, desprendiéndonos del plano, desde todos y/o
ninguno de ellos.
Preguntar en torno al 19/20, ineludiblemente, remite,
además, a una subjetivación –o, lo que es lo mismo, a una producción de un
específico modo de hacer-pensar, de hacer-ser y de estar-siendo-. Haber hecho
experiencia de aquél acontecimiento algo ha dejado en nosotras/os, algo
que, aún a riesgo de ser redundantes, diremos, nos ha alterado, afectado. Esas
imágenes son intransmisibles, un cuerpo difuso, inaprensible más que por otras
imágenes. Algo de todo esto quizás haya intuido André Breton al suprimir –y
aconsejar hacerlo-, en su novela Nadja, toda
descripción, poniendo en su lugar “abundante ilustración fotográfica”, esto es,
algunas imágenes. Hemos sido del 19/20 y, cualquiera sea la eventualidad,
seguiremos arrastrándolo en torno nuestro, haciéndolo ser para nosotras/os
aquello que, pareciera ser, siempre ha sido –y de lo que, sin embargo, nada
podemos saber-. El 19/20, asimismo, es un fondo en el que nosotras/os
emerge, se inventa. Un fondo común donde las variaciones singulares
tienen lugar y se componen mutuamente. Porque es en el ser dicho donde
la potencia nos muestra su rostro, aquello que se puede. Participar en
el rugir de la batalla es, así, corear polifónicamente el rugido aquél, ser
parte de los muchos, irreductibles a lo Uno, encabalgarse en sus resonancias.
Introducción al discurso sobre la poca
realidad
¿Cuál de entre todos los 19/20? ¿Aquél de los ahorristas
estafados por los bancos y el Estado?, ¿el conspirativo y duhaldista?, ¿el de
nuestra temerosa progresía, aferrada a la añeja fotografía de un Estado-padre
por el que siente una fascinada nostalgia?, ¿el de la calle?, ¿el del palacio?,
¿el de los piquetes?, ¿el de las cacerolas?, ¿el de los piquetes y las
cacerolas?, ¿el de la clase media porteña arruinada?, ¿el de los muchos que
castigaron a la clase política mediante el voto bronca, la abstención, el voto
nulo y/o en blanco?, ¿o el del colectivo llamado 501?, ¿el del piquetero de
zona sur del conurbano bonaerense, que ya gestionaba sus bolsones de alimentos
al Estado, logrados a costa de las luchas del 97’, que asediaron las vías de
acceso a la fortaleza porteña?, ¿el de los saqueos que, a pesar de los bolsones
ya mencionados, batía la desesperación contra las armas de ese mismo Estado?,
¿el del pequeño comerciante de barrio que también blandía sus armas contra los
desesperados que, mediante el saqueo, interrumpían el ordenamiento policial de
los cuerpos?, ¿el de las fábricas recuperadas, autogestionadas?, ¿el de la
izquierda partidaria?, ¿el de la izquierda no-partidaria?, ¿el de las/os
autónomos?, ¿el de las/os libertarios?, ¿el de los movimientos sociales
irreductibles a lo Uno?, ¿el de no sabemos cuántas siglas más que Néstor
Perlongher debería sumar a su poema Siglas?, ¿el
de los vecinos?, ¿el de los barrios?, ¿el de los vecinos y los barrios realmente
existentes, que hacen estallar el régimen de la representación (de lo
Uno)?, ¿el de los congresos piqueteros, los cortes de rutas simultáneos y sus
largas marchas hacia el centro?, ¿el de los múltiples paros de
estatales?, ¿el de las revueltas piqueteras en los pueblos del mal llamado
interior, sin congresos ni jefes, que hacían suya la ruta, visibilizando la
resistencia, (re)inventando lo común?, ¿el del estado de sitio que se metieron
en el culo –sépannos disculpar, las multitudes cuando irrumpen e inventan el
espacio de lo común suelen ser así de malhabladas-?, ¿el del mediático discurso
del ya no aburrido, sino asesino Fernando De la Rúa?, ¿el de ya entrada la
madrugada del 20, primeras imágenes de la plaza tomada por las cacerolas
–invención del 19/20-, mirando Después de hora?, ¿o el de tantos otros
fragmentos irreductibles que se nos escapan, perdiéndose entre la tumultuosa
multitud del 19/20 de diciembre?
“La gente está yendo a la plaza”, decía un Hadad
estupefacto [etimológicamente, estúpido de facto] en el programa más arriba
mencionado. Las consignas se dejaban oír a través del puro medio del medio. El
gobierno al mando de De la Rúa, desde el edificio anexo a la casa rosada –el de
la SIDE-, ensayaba su acto final. Paradójicamente, hacer uso de la decisión
soberana –desatar la muerte- mediática declaración en el medio del estado de
sitio, se mostraría insuficiente para soportar su presidencia. Y, es sabido, no
sólo se trata de declarar el estado de sitio, sino también, y más importante
aún, de, espectacularmente, ponerlo en escena; en su forma de manifestación el
estado de sitio [o, si se quiere, de excepción] es el teatro de la
representación: nos recuerda la violencia originaria, aquella criminalidad y/o
bandidaje que es sinrazón fundante del Estado. Se dice que, en estos casos, no
importa qué cosa se decida, sino que, efectivamente, alguien
decida. Y De la Rúa, al parecer, era conciente de esta premisa. Aquel 20 de
diciembre pasaría a la historia como responsable, entre otros imputados, de las
muertes de 38 manifestantes. Lo otro de no ejercer la decisión, según reza la
filosofía política, sería la indistinción más pérfida, mas, diremos, ¿para
quién? Afirma Georges Bataille que hay una semejanza entre la figura del
soberano y el sacerdote; ambos tendrían para sí –dirá- el poder de tocar las
cosas sagradas sin gran riesgo. Y sagrado es aquello que es objeto de una
prohibición, y por esto mismo separado del uso cotidiano, o, también, que se
sustrae al común de los mortales, consagrándose a los dioses. Transgredir
aquella interdicción, se nos dice, abre al tumulto de la indiferencia. El fondo
de violencia es así una presencia latente que es conjurada (y apropiada) por el
orden de la diferencia. Un punto que se desata puede echar a perder la trama,
si es que de ella se tironea. Es urgente que sea vuelto a enlazar. Así, pues,
en el umbral, sólo el soberano –y, antiguamente, el sacer-dote, que, hemos
dicho, se le asemeja- puede hacer uso de la violencia de lo sagrado. “Al
sacrificio deben las multitudes su tranquilidad”, dice René Girard, “basta con
suprimir este vínculo […] para que se produzca una confusión general”. Empero,
es el orden de lo Uno –y no así de las multitudes, que, va de suyo, lo padecen-
quién se soporta en este modo de religio, es decir, de mantener
separados, distintos a los unos de los otros, asignando a cada cual su preciso
lugar. La confusión que aquí es referida, en todo caso, no puede ser otra que
aquella de creer que lo que separa, la jerarquía, reúne. Si esta
separación reúne, además, si esto así fuese, importa cómo es que lo hace, en
qué modo lo lleva a cabo, puesto que los modos de dominio no son reductibles
los unos a los otros: no concederemos fácilmente, aplanando toda rugosidad, que
sea lo mismo la sangrienta dictadura genocida que la producción maquínica de
imágenes-mercancía, ambas configurando una específica gubernamentalidad
localizada en una madeja de tecnologías afines. Toda vez que esta distinción
tenga lugar, entonces, que, además, como tal sea consagrada, lo Uno
podrá reposar a sus anchas en la servidumbre de los muchos. Asimismo, aquí
también el gobierno de los cuerpos se nos muestra un gobierno de los afectos.
No la muerte del soberano, empero, sino su fuga en helicóptero liberaría la
potencia antagonista conjurada en el mando –o, si se quiere, en el monopolio de
la decisión-. La ciudad devendría así fiesta desmesurada. Largo rato tomaría
reponer el orden de la diferencia –si es que esto ha tenido lugar-, depuesto en
las calles por nosotras/os. Los rituales a los fines debieron resumir, a
su manera, las aspiraciones del 19/20. Para Hadad, el sujeto de este
acontecimiento era aquél privado de mundo y del otro, “la gente”. Pero las
multitudes que hacían suya la calle coreando el polifónico grito de que se
vayan todos, interrumpían su ser asignadas a un lugar –y, por ende, a una
parte-, para hacerse del espacio. Habían dejado en suspenso el dominio
imaginario del capital –imaginario, es decir, real-, y su producción industrial
de modos de ser, para apropiarse del espacio de lo común. Las consignas no
sabían de anclaje referencial alguno. Esto es, no que no remitieran a un objeto
que las motivaba, sino que el mismo se componía de muchos objetos, estallando
el régimen representacional de lo siempre ya idéntico. Poco importa, asimismo,
quién haya esgrimido originariamente la histórica consigna aquella –va de suyo,
no sus autoproclamados propietarios-; importa sí que haya sido invención de la
inteligencia del común.
Habitaban ese no saber de qué se trata blandiendo su
alegría de los náufragos, su práctica de la alegría ante la muerte –y aquí, la
muerte de que se habla no es otra que la que el capital resume-; se movían a
tientas en la noche, arremolinándose en las calles, haciéndose de los barrios,
esquinas y plazas. Al igual que el ser, diremos, el trabajo se dice de muchas
formas, se viste de múltiples maneras. Todas estas formas-de-trabajo remiten a
aquello que el trabajo puede. Así, con el entramado de la máquina-metrópolis de
fondo (que se nos muestra un biopoder), es posible asimilar, sin más,
forma-de-trabajo a forma-de-vida, esto es, se trata de un gobierno de los
cuerpos y su potencia (que, sin embargo, en el antagonismo encuentra su resto
excesivo, inasimilable, que se fuga, sus resistencias que configuran,
imperceptiblemente, una política). Incluimos, asimismo, como manifestación de
la potencia a aquella fracción del trabajo vivo que, algo arbitrariamente –y
nombrar/poner bajo una categoría, se nos dice, es el momento poiético
del pensamiento-, daremos en llamar plebeya: trabajo negado, informal,
precariado, (no)empleados por la gestión de los ilegalismos como también trabajo
no valorizado mercantilmente. La categoría de obrero industrial, formalmente
empleada y sindicalizada, y su marxiana centralidad, estalla en una
multiplicidad de composiciones del trabajo –mutaciones dentro de las cuales, en
su configuración postfordista, las garantías laborales de antaño se ven
asediadas por múltiples flancos-. Estas nuevas emergencias subjetivas, o,
también, formas-de-trabajo, remiten a la metrópolis como a su fábrica social,
es decir, que pululan en el entramado maquínico como virtuales fragmentos de
trabajo, siendo activados, valorizados cada vez que el capital así lo requiera,
permaneciendo de esta forma a la deriva. La autoproducción del movimiento, o,
si se quiere, su resistencia creativa, es un escándalo toda vez que no se deja
capturar en los viejos mapas siempre ya trazados, de una vez por todas. Empero,
el antagonismo no sabe de palabras autorizadas, de voces de mando, por el
contrario, tan sólo sabe de experimentación. Así, pues, nosotras/os hará
emergencia como manifestación singular de la potencia del hacer. La metrópolis
urbana se nos mostrará el espacio de este despliegue no idéntico. Si es cierto
que enfrentamos, molar y reticularmente, una máquina de máquinas, o, también,
un biopoder, entonces, el 19/20 es la invención de una biopolítica acorde a
éste. Asimismo, la máquina-metrópolis, lejos de mostrarse inmutable, dejaría
vislumbrar, impertinente, su rostro antagonista, su inversión maquínica.
Tendría lugar (y tiempo, es claro), de esta forma, el microbiano rechazo a la
normalización; un espacio de lo público no-estatal, es decir, sustraído a la
forma-mercancía y sus modos de dominio. La detención de la máquina de máquinas,
aun si efímera, durante aquél corto verano (sí, estábamos tentados de decirlo:
de la anarquía, o, también, de la autonomía) mostraría lo que el despliegue de
la autoorganización puede. Se confundían en ella las singularidades,
estrechaban lazos, armaban instituciones comunes, mutantes, delirantes. La
asamblea interbarrial de Parque Centenario pondría en funcionamiento tan sólo
una máquina más de un complejo entramado maquínico que activaba y desactivaba
sus nodos según ameritara la ocasión. No pocos creerían ver en ella el soviet
de los comisarios, ilusionándose en vislumbrar, por sobre el hombro de la
multitud autoorganizada, siquiera encarnada en los llamados “mejores
referentes” del movimiento, el soporte de un gobierno que fuera expresión
popular. La asamblea, en cambio, es presencia para sí misma, nunca promesa. No
es por la cantidad de reivindicaciones en su pliego que se mide la (infinita)
potencia, sino por el despliegue no idéntico de la autoorganización, por la
verificación de la potencia comunal. Empresas y fábricas recuperadas,
movimientos piqueteros, asambleístas; las representaciones traicionan esa
multiplicidad irreductible –una singularidad sin identidad alguna-, de la que
pretenden apropiarse, hablar en su nombre. La asamblea no quiere hacerse del
megáfono, ni siquiera de camioncitos desaforados que sustituyan el canto de los
muchos. “El viento nos amontonó en una esquina y de pronto ya
estábamos pensando en asamblea”,
decía Ignacio Lewkowicz. Lo más importante, para éste, sería la experiencia de
la potencia común, la configuración de un nosotras/os que no preexistía
a su contingencia. “La asamblea es la invención de diciembre”, dirá. El 19/20
fue la invención común de una forma de vid(a) refractaria al capital, una
ingobernabilidad de los cuerpos, un instante pleno de insubordinación. Un
murmullo en que nosotras/os hace irrupción, un cantar, a veces
imperceptible para el lenguaje espectacular, pero que persiste en la memoria de
las luchas. Hay sublevación, diremos, parafraseando a Michel Foucault, cuando la subjetividad multitudinaria se florea travestida de
historia y le insufla su soplo vital; allí donde haya polifónicas invenciones
del común, allí donde el arte de la fuga reúna los cantos en una armónica
creación, allí tendrá lugar la ingobernabilidad de los cuerpos, la confusión
generalizada que se resuelve en fiesta.
Imágenes que dan qué pensar
El 19/20 es la invención de nosotras/os, decíamos
más arriba. Ambos aparecen como acontecimientos que se reclaman: nosotras/os
no preexiste a su contingencia, el 19/20, y viceversa. Empero, ¿nosotras/os
es igual a Todos Nosotros? El 19/20 es un
fondo en el que nosotras/os hace su aparición. Para éste, no existe algo
como una idéntica identidad que esgrimir; a tientas, se hace a sí mismo, se
muestra en este hacerse, siendo su manera de ser-así. Las imágenes de la
revuelta, pues, no saben de reducción a lo Uno, al contrario, se trata de la configuración
de los muchos. Nada pareciera enlazarlos más que este despliegue de la
potencia, manifiesto en la creación de multiplicidad de instituciones comunes.
Es cierto, nosotras/os es muchos, algunos de los cuales no tienen mucho
más en común que el mero haber tomado parte en los acontecimientos de
diciembre. Pero, ¿qué significa tener algo en común? Una comunidad es, si se
quiere, un espacio compartido. El modo en que este tener parte
tenga lugar es significativo. No hay afuera de la comunidad, luego,
indefectiblemente se tiene parte en ésta. Es por esto que, aquello que Jacques
Rancière afirma, a saber, que hay una parte de los que no tienen parte –parte
la cual, enfrentándose a lo que llamará policía, y que custodia el orden
sensible de los cuerpos, debe ser arrancada: esto es la política-,
sencillamente, se presta a equívoco: si se trata de interrumpir una parte
que nos ha sido asignada como propia –y se comparte siempre ya un
espacio-, entonces, esto no puede ser de otro modo que porque ya se nos
muestra, previamente, un tener parte y en modo alguno ausencia de ésta.
Es posible referir, asimismo, la rancièreana ausencia de parte a la
agambeniana nuda vida. Ambos conceptos-límite, es decir, umbrales de
alguna otra cosa, en los bordes de lo humano, se nos aparecen presuponiendo algo
–¿un resto in-humano?- que pareciera estar ¿antes del lenguaje?, ¿más allá,
fuera o en él? y sobre el cuál cabe ser desatada la violencia soberana –pero
que no es otra cosa que una forma-de-vida: ethos-. Las resonancias de
este umbral de indiferencia remiten a una experiencia lingüística de lo
humano, a su tomarlo a cargo en el lenguaje –sirviéndolo en bandeja- y a su
decisión sobre sus bordes que, sin más, deben ser dilucidados, puesto que allí
se confina a aquellas categorías sociales que resultan expulsadas –no
excluidas, expulsadas- tras el nombre de marginales. Así, toda
vez que tenemos parte, compartimos una comunidad, se nos asigna un modo de ser,
estar y/o decir, esto es, se nos ordena, policialmente, a reconocernos,
identificarnos en todos los tú eres esto –es decir, a habitar la
diferencia más arriba referida y que nos es dispuesta por lo Uno, diferencia la
cual se nos aparece conjurando el modo de ser-en-común de la multitudinaria
asamblea y su fugarse hacia lo indistinto-. Empero, no quisiéramos dar a
entender fatalismo alguno en torno a esta parte asignada. El 19/20, invención
de nosotras/os, verifica la suspensión por un instante pleno de
tiempo-ahora de este orden sensible. Luego, muchos de aquellos se privarán de
ir a ver qué pasa en el barrio. ¿Es que acaso nosotras/os tiene miedo?
Todos Nosotros hace así su aparición y nos ordena ya dejar de cantar.
Pero volvamos al tener parte. Se comparte un espacio,
decíamos, se asignan lugares en él, butacas en el teatro de la representación.
Se asumen idénticas identidades que parecieran siempre ya presupuestas: es
así, se nos dice, pareciera estar inscripto en las cosas mismas. Tres
personas suben a un colectivo: una pareja y un niño en andas. Podemos
escucharlos jugar [como niños con el lenguaje] en el fondo del transporte;
repiten una palabra que pareciera serles de su propiedad. La palabra tiene
música, cadencia, se nos aparece como una forma que se despliega armónicamente
en el tiempo: es canción. El padre alza al hijo en sus brazos, lo mece
cálidamente y repite aquella oración: gato, gato, gato. El niño ríe y
blande aquella palabra que es, asimismo, gesto, un singular modo de ser
cuerpo: gato, gato. Advertiremos al lector desprevenido que no se
refiere aquí a una mascota, sino a una vivencia carcelaria in-vestida de
lenguaje –vivencia que poco importa si ha sido habitada, es claro: es santo
y seña, precioso ropaje que ponerse ante y con los otros-. El mismo artefacto
semiótico es aquí tergiversado, se lo pone a funcionar en otro sentido. Lo que
se presta a confusión es, pues, la letra muerta que aquí es exhumada, arrancada
de su fondo de inmanencia. No es la palabra cadavérica de un diccionario, no.
Es dicción con desparpajo, reinvención de las formas. Aunque hablando
(im)propiamente sólo sería desparpajo si remitiera a un centro que, diremos, no
existe más que contingentemente, en la forma de interdicciones en la
escuela. Nada importa aquí la real academia española. Las resonancias aquellas
remiten a una casa tomada, a una tierra de nadie, a la invención de una mímica
plebeya: el lenguaje es bando. Hay, podría decirse, algo como un carné
de identidad en ello, un carné que se esgrime mordiendo las letras, torciendo
el cuerpo de un modo particular, haciéndolo vibrar así. El pibe que dice
gato hace ser un mundo con las palabras en las que se envuelve; en las
palabras encuentra un cálido reparo que le resulta ameno, propio: se viste a
sí mismo. A quien habita su jerga plebeya (de resonancias originariamente
carcelarias) como lo propio de sus significaciones, no se le puede, como en el sketch de Capusotto, Ministerio de Cultura [se sabe: con mayúscula de la
Cultura y no de las culturas, es claro, mostrándonos así ese sesgo
policial que la cultura esgrime sin ningún dejo de culpa], escolarmente, corregir,
obligar a, sin resistencia, dejarse aplastar por la aplanadora discursiva,
negando aquella rugosidad de su lenguaje que hace figura sobre un fondo de
serialización semiótica, pliegue que le es redundantemente propio, cadencia
ésta que, hemos dicho, es su manera singular de ser en el mundo. El Uno y los
muchos, pareciera, no saben llevarse más que de las greñas. El Uno expulsando
siempre a su resto irreductible: esos otros. Esto es, sin embargo,
discutible. Paradójicamente, hay que pensar este rulo discursivo que hace
figura como una inasible fuga de sentido propia del ordenamiento policial de
los cuerpos que estigmatiza al otro, lo pone en su lugar, nombrándolo
como marginal, al borde del precipicio de lo humano, fronterizo mote que, como
si de un tiro por la culata se tratase –manifestación que podría ser referida
como efecto Bourdieu-, es invertido, desviado por esos monstruosos, mutantes
subalternos, apareciendo así, por fin, asimilado como lo propio cuando, por el
contrario, se lo quiere idéntico. ¿Idéntico a qué? A aquello que dicta
lo Uno en todos los tú eres esto que el andamiaje mediático repone cada
vez, es decir, que ordena a cada instante en el crepitar de las imágenes. Pero
algo se fuga, decíamos, algo se muestra como separado de ese lugar com/partido
que es asignado como propio –se subjetiva, se divierte y reparte de nuevo: ya
no hay lugares que ostenten su idéntica naturaleza, al contrario, se nos
muestra así el fondo del ser, lo infundado de éste. Lo sólido se desvanece en
el aire. Y no se trata de que uno imagine ser alguna otra cosa, chasquee los
dedos y mágicamente lo logre; no en esa manera torpe que se atribuye a los
constructivistas, a quienes se acusa de olvidar rezarle una plegaria a lo así
llamado material. Olvidar lo material, se nos dice, que estaría
precisamente ahí, pura imagen sin distancia de lo real, prístina, mientras se
olvida que lo imaginario no es por ello menos material, menos opresivo, menos
limitante cuando se lo asume como una fatalidad. Ejemplos abundan: el
trabajador que va al paro, está a punto de vérselas a golpes con la burocracia
que lo vende pero dice ante la cámara interrogante que no es piquetero, quiere
trabajar, no es un vago. El joven (expulsado del empleo, no del
trabajo, puesto que tiene obra/r) que pide una moneda porque no quiere salir
a robar, sino ganarse el pan –ante todo respeto, dice-. El
usuario/laburante que ante el molinete liberado por las/os trabajadores del
subte se obstina en pagar el viaje –no requiere del palito de abollar
ideologías para ello-. No atribuimos por esto ninguna condición esencial
–precisamente: se trata de suspender esa identificación que se quiere
esencial, pero que, por el contrario, como toda parte, está tendida sobre
la nada [sólo pedimos un poco de orden, se nos dice, para protegernos del
caos]-, tan sólo son un botón de muestra del policía operando en nuestras
cabezas. La nube-cúmulo de lo real se detiene cuando ponemos en suspenso estas
sedimentaciones fantasmáticas. Al decir de Maurice Merleau-Ponty, el campo de
lo posible no quiere decir nada, tan sólo es una noción estadística. “Lo
probable está en todas partes y en ninguna, es una ficción realizada [que], aún
cuando no sea una fatalidad, tiene un peso específico”, dirá. La inercia de lo
mismo, es claro, es el producto de una intensiva labor de reanudación del lazo,
punto por punto, la cáscara de las costumbres que nos envuelven –y, se sabe,
rascando la cáscara no pocas veces se hallará un fascista-, ese mal hábito
soportado en múltiples significaciones –que son, asimismo, prácticas- que nos
enseñan nuestro preciso lugar en el mundo. Todo un continuum tecnológico
conspira para que esto así sea. Levar anclas se nos aparece, pues, como la
tarea más difícil. De nuevo, entonces, ¿qué es aquí ser diferente? Es blandir
la parte de lo siempre ya idéntico y sobre ella, en sus bordes, tironeando del
ovillo maquínico, forzando un contrapunto, inventar alguna otra cosa. El límite
aquí, como en lo concerniente a tantas otras cosas –y se nos dice que se trata
de relaciones entre cosas- no es otro que la gramática de la
forma-mercancía y sus formas de dominio sobre y a través de los cuerpos.
Más allá de aquella cesura de lo posible la tierra bajo nuestros pies se
resuelve en un abismo habitado por imaginarias bestias: es el fin del mundo.
Un desierto decretado por apropiadores ávidos de tierras, civilizados moradores
de espléndidas ciudades –máquinas de la servidumbre-, amurallados contra las
pampas del indio –esas tierras comunales- prestos al genocidio por más y más
dominios que acumular. Ha sido largamente contado aquello de la así llamada
conquista del desierto, mas no hemos escuchado aún acerca del pecado
originario de aquellos, ¿para cuándo en los libros de historia [o, mejor, de mayúscula
Historia] la trama de la acumulación originaria en estas pampas? Tras las
murallas había mundo, tras el límite del fortín, allende el desierto, dignos
habitantes se confundían en un comunal modo de ser. Desoigamos, pues, aquellas
palabras grávidas, patrióticas, que nos llaman al orden, digamos, por el
contrario, que no han sido hechas para nuestros oídos. Es preciso así pensar lo
que se escapa en los relatos homogéneos y vacíos, horadar lo Uno, hacerlo
estallar en múltiples relatos menores que nos cuenten una existencia más
allá del dominio. El sabotaje se muestra así una bufonesca guerrilla que se
carcajea en la cara de las imágenes consagradas –que, ha dicho el poeta, es
farándula de clones-; en su lugar sabrá blandir la inversión del juego, la
tumultuosa diversión de las multitudes. En los bordes de la madeja aún persiste
el silencio que murmura. Enlazar aquella trama inconclusa a la presente es una
tarea histórica que reclama habilidosos tejedores, esquiva tarea que, como el
cordón del zapato, persiste en desatarse. La tarea reclama, por fin, volver a
la faena del bufón. Enlazar lo abierto es la tarea más difícil toda vez que lo
que se busca no es ya la pertenencia a lo siempre ya idéntico sino la comunidad
de los que son irreductiblemente muchos. Allí donde se diga comunidad,
donde la potencia común manifieste su singular rostro –que es invención de
instituciones del común-, pues, allí siempre habrá revueltas multitudes. La
invención de lo común, asimismo, es lo cotidianamente reanudado pero que
persiste en ser invisibilizado, vivido desde el extrañamiento –esa servidumbre
en filigrana-.
Y entonces, decíamos más arriba, aparece Todos Nosotros y
nos ordena dejar de cantar, qué tanto barullo. Es el tiempo de volver cada cual
a su lugar: de la casa al trabajo, del trabajo al living. ¿Todos
Nosotros? La inversión del movimiento no poco tiene que ver con las
imágenes-mercancía que el puro medio del medio suministra. Decimos inversión
y referimos a que su emergencia multitudinaria hoy ha menguado, tomando
senderos linderos a lo imperceptible –mas, ¿qué es la percepción en medio del
medio?-. Inversión del deseo investido socialmente: lo que antes componía
máquinas disidentes, ahora se invierte en consumo, confort, fascismo
securitario: se deposita en otros objetos. Lo que no significa que no
tenga lugar, por cierto, la resistencia creativa. En los bordes de la ciudad
normalizada se manifiesta, aquí en un espacio tomado que resiste al desalojo,
allá en una comisión interna antiburocrática, en todas partes donde se nos
muestre su rostro, desde la asamblea como experiencia de nosotras/os. En
la experiencia del desfondamiento de las instituciones, en la destitución de
los relatos decimonónicos –que configuraban al Estado-padre como fondo, y al
pueblo-niño como su figura, presuponiendo un tercero, el impersonal capital-,
la imagen-mercancía y su narratividad no pocas veces se nos aparece como un
reparo en medio de la dispersión de los flujos, y su infinita aceleración
destructiva; un anclaje en que configurar alguna subjetividad. Algo que se
recorta justo en medio de la nada –el capital, diremos, ha entendido
bien la filosofía primera-. “Todos nosotros necesitamos ver –ha dicho
Todos Nosotros (y, nos preguntamos, lo que se nos dice que necesitamos ver
¿es Todos Nosotros?), mientras se suceden, una tras otra, series de imágenes-. Todos
podemos. Esa es la realidad. Nosotros después la contamos. ¿Quiénes somos
nosotros? Todos, especialmente vos. La realidad la hacemos todos, sino no sería
realidad. Todo Noticias. Todos Nosotros”. El 19/20, en modo alguno fue
desactivado –y no lo fue- por la máquina-espectacular. Las imágenes, qué duda
cabe, tienen mucho que ver con aquello –y, va de suyo, el capital-Estado y sus
bandos, han sabido crear y explotar imágenes que, en medio del barullo de
signos, narren, fabulen, afecten, o, lo que es lo mismo, configuren
subjetividad- pero éstas no son suficientes. No obstante, hemos dicho más
arriba que el capital, tardíamente, se nos muestra como un gobierno de los
cuerpos, que es, asimismo, gobierno de los afectos, es decir, de la
percepción, o, también, del miedo. Y si, además, a esto le sumamos la
identificación de los muchos al puro medio del medio (y, nos dice TN, Todos
Nosotros somos todos –quizás, e indistintamente, también algunos
de nosotras/os-), entonces, lo que tenemos entre los que,
ambivalentemente, somos nosotras/os es un proceso de privatización
securitaria del común, o, mejor, regulación de flujos de semiosis, sociedad de
control –y por tanto, ordenamiento policial de los cuerpos en la diferencia
y ya no en la indistinción-. Todos Nosotros, metonímica cifra para cartografiar
las tecnologías de gobierno que la máquina-espectacular resume, persigue la
incansable labor de desactivar a nosotras/os. Todos Nosotros, pues, no
es nosotras/os: es la gente, es TN y la gente (Ya sos parte de
TN, se nos dice en “la comunidad más grande de periodismo ciudadano”). Es el
orden sensible de los cuerpos lo que se repone, policialmente, en la producción
industrial de imágenes de referencia. Lo que se comunica no será otra cosa que
órdenes, al decir de Guy Debord, “quienes las han impartido [serán] los mismos
que dirán lo que opinan de ellas”. Asimismo, repondrá al respecto Gilles
Deleuze que “la información es el sistema controlado de las consignas”. Al igual que sucede en las autopistas, “allí no se encierra a
la gente, pero haciendo autopistas se multiplican los medios de control […]
Informar es hacer circular una palabra de orden”. El miedo es un dispositivo
que se autogestiona, entramándose, molar y molecularmente, en una máquina gubernamental;
mas no es el único emplazado, es claro. Hacen máquina con él otras tantas
tecnologías de gobierno en torno al común, que la metrópolis urbana enlaza en
un andamiaje difuso. Es ahí donde la máquina-espectacular hace su aparición,
engranándose con otras máquinas de gobierno. El consenso espectacular,
única gramática que Todos Nosotros sabe inteligible –y lo demás es el caos
en que nos vemos envueltos-, no es otra cosa que el chantaje más grosero a nosotras/os,
a saber, su inversión a unas siempre ya presupuestas coordenadas de la
forma-mercancía y sus modos de dominio. Así, pues, según el puro medio del
medio, no se pueden detener los flujos del capital, luego, hay que acelerar la
marcha y nada puede atentar contra aquello, tampoco las así llamadas formas
institucionales (artilugio preferido del bandidaje de oposición
[espectacular]), a riesgo, es claro, de descarrilar el tren del progreso.
El bicentenario se nos muestra como un escenario más: allí se conjura al
19/20. Para éste consenso –que monta un lenguaje- no existe
conflicto más que en los términos que el espectáculo dicta –y el espectáculo es
el orden (y las órdenes) del capital a través de las imágenes-; esta pobreza de
mundo, industrialmente puesta en escena, nos reclama no caer en la reducción a
sus posibles, practicar un microbiano sabotaje al dominio espectacular. Algo de
esta potencia ya ha desplegado nosotras/os. Durante el 19/20 la
autoorganización no sólo supo ensamblar máquinas multitudinarias que hacían
experiencia del autogobierno, sino también máquinas creativas que tejían redes
de autogestión. Esta proliferación de imágenes disidentes tendría en Argentina
Arde, asamblea de todos aquellos que habían vivido los acontecimientos y no
querían que se los cuenten, la que quizás haya sido su figura más
significativa. Al igual que el 19/20, Argentina Arde sabría enlazar las
imágenes del pasado, la tradición de los oprimidos con el discurrir de la
potencia: la experiencia de Tucumán Arde resonaba en su presencia,
incluso reuniendo a algunos de sus protagonistas. También otras referencias
propias del ciclo de luchas llamado setentista serían de la partida:
Raymundo Gleyzer, el Cine de la Base, Cine de Liberación, la CGT
de los Argentinos, el Semanario Villero, Rodolfo Walsh, ANCLA,
las radios comunitarias. Asimismo, al igual que el movimiento de los muchos no
era reductible a lo Uno, múltiples serían los modos de expresión de la
revuelta: grupos de intervención artística, de arte callejero, de esténcil y
serigrafía, colectivos audiovisuales, de fotografía, de cine militante, Canal 4
Utopía, comisiones de prensa de las asambleas populares y movimientos de
trabajadores, periódicos barriales y de las/os trabajadores en lucha, Nuestra
Lucha, Metaprensa, Indymedia Argentina y RedAcción/Anred.
Destacaremos de entre éste fondo de experiencias, el así llamado mierdazo,
performance mocionada en las asambleas populares pero finalmente no
realizada, o, mejor, puesta en acto con significativas modificaciones.
Inicialmente pergeñada por el grupo etcétera, se buscaba la
participación mediante lo que en el nombre de la acción resulta evidente,
materia que sería arrojada contra el Congreso en sesión, bajo la consigna de devolver
lo que los políticos nos dan. Una semiosis de la revuelta mediante todo
aquello que resumiera este no dejar que te lo cuenten –y nosotras/os,
en su manifiesta e irreductible singularidad sería inmediatamente una
forma de contrainformación-. Todo un informe desparramo de la potencia
instituyente en que una multitud de experiencias tenía lugar. El escrache de
las asambleas populares a Clarín y Canal 13 –mucho antes de que el pingüino se
enemistara con aquellos que, a su posterior llegada al gobierno, serían sus
aliados- además de a Radio 10, y la revisitada frase “nos mean y los medios
dicen que llueve” serían el signo de aquella experiencia de activismo
mediático, o, también, de autovalorización de la inteligencia del común, es
decir, de producción de imaginario disidente.
***
En un breve ensayo acerca del deseo afirma Giorgio Agamben
que “el cuerpo de los deseos es una imagen”. Así, toda vez que queramos poner en palabras nuestro más
inconfesable deseo nos encontraremos ante la más esquiva tarea, puesto que los
fantasmas que nos desvelan remiten a la imaginación. Entonces, si es cierto que
se trata de imágenes, si es verdad que éstas remiten a lo más propio en nosotras/os,
¿es posible detenerlas?, ¿qué significa querer detener el dominio imaginario
del capital?, ¿no es acaso la imagen-mercancía el cuerpo de un fascinante
objeto de deseo? No sería un motivo para la vergüenza si mirando un cúmulo de
manchas de humedad en alguna pared –manchas que hacen mancha sobre un fondo de
mancha-, o los huecos que se anudan entre las palabras de este mismo escrito,
tejiendo figuras, dejando aflorar lo que de más propio hay en nosotras/os,
perplejos, nos encontrásemos siendo hablados, cual si de un medium se
tratase, por los fantasmas de Todos Nosotros (y la gente). No se trata
aquí, digámoslo de una vez, de realizar sesiones de espiritismo, tampoco de
abandonar las platónicas imágenes de lo aparente en la búsqueda de lo
autentico. Hay que hacer uso de la potencia narrativa del común. Allí un teatro
de señales mudas se nos muestra como el escenario en que lo irrepresentable
sobreviene a nosotras/os. Un viejo yonki que se había consagrado a hacer
experiencia de la droga en propia carne, decía que no se trata de que el dealer
venda su producto al consumidor, sino, por el contrario, que aquello que vende
es el consumidor a su producto. No pocas veces los fantasmas parecieran
narrarnos unos paraísos artificiales en los que perdernos, siendo consumidos en
nuestro propio producto –la mercancía-, que, así, se nos aparece un reino
separado de la felicidad. Si la detención de las imágenes tiene,
siquiera, virtual existencia debería tener lugar como aquél almuerzo desnudo
del que se nos habla en la novela de William Burroughs:
un instante helado en el que todos ven lo que hay en la punta de sus tenedores.
Experimentum linguae
En el principio fueron los retazos –diremos-. Mas, ¿de
qué? –podrían reponer Uds. No había lenguaje alguno hasta que alguien, motivado
vaya a saber por qué irrefrenable designio del azar, balbuceó alguna cosa.
Fuera de ello un inhumano e inagotable barullo tenía lugar. Nada humano había.
Un humano e informe silencio. ¿Silencio? De seguro aquella irreductible
proliferación de sonidos asemejaba cualquier cosa menos silencio. Un sinnúmero
de bichos a grito pelado, un cantar furibundo de todos los entes del mundo, una
conversación inextricable; puras señales, lenguaje cifrado de la naturaleza. Un
escándalo incomprensible de voces y ruidos que se reclaman, indistintamente,
las unas a los otros en polifónica canción. Árboles que se confunden en una
danza y viento, mucho viento. Empero, hacer emerger una voz no es igual a tener
un lenguaje, una palabra articulada, anudada entre la naturaleza y la
cultura. Aquí tendría lugar el punto y aparte de nuestra historia. En los
retazos una nueva entidad aparecía. Desde aquél acontecimiento originario el
hombre dispondría para sí de la propiedad del lenguaje; esgrimiría el don de
otorgar un nombre y no tardaría en nombrarse a sí mismo humano, demasiado
humano. En esta posesión tendría lugar la decisión en torno a las fronteras
entre lo humano y lo animal. Nadie parecía darse por enterado, mas el
animal humano configuraba de este modo la politicidad primera que el lenguaje
pone a su cuidado. Crepitaba la palabra en la soberana apertura de un instante
arrancado al silencio. Un fulgurante destello en que un mundo se abría. Es de
esperarse que aquella palabra originaria haya sido sordamente acogida. No hubo
oídos atentos para ella. Todo un cuerpo se tensaba para darle una consistencia
improbable. Unos labios atónitos vencieron su perplejidad para blandir ante el
mundo aquello que, con presteza, redundaba por ser. De entre otros artefactos
de hechura humana ya ensayados, éste tendría la extraña responsabilidad de
inventarse un fundamento para sí, una plástica propiedad de lo humano. Nuestro
ocasional hablante nada podía saber de aquello que, presuroso, quería decir. Quería,
decimos, y las palabras que acuden en nuestra ayuda traducen traicioneramente
aquella inmediatez originaria. Que no haya una razón al mando se nos muestra
así lo impensado mismo del pensamiento –y del lenguaje, que es su morada-. ¿Qué
podía querer? Vibraba en el viento un ser de nuevo cuño y con él, efímeramente,
algo incomprensible tenía lugar. ¿Qué cosa querría decir? Poco importa, allí
estaba ese nuevo ser. Una extraña y esquiva presencia. Tan breve palabra para
hacer ser el tiempo. El tiempo humano encontraría su tener lugar en
ella. Qué poco traía consigo para decir, en tan fugaz e irrefrenable tiempo, y,
sin embargo, cuánto tiempo reclamaba para sí, cuánto laborioso tiempo había
requerido para, al fin, lograr ser dicha. No un gruñido, no. Tampoco un gesto
mudo o una insulsa mancha. Una palabra se recortaba, sórdida, de entre éstos.
¿Qué palabra? De seguro no remitía al padre, pero tampoco a la madre. ¿Cómo
decir madre si no hay padre?, ¿cómo pensar sin esos contrarios que se
reclaman?, ¿cómo pensar, entonces, sin presuponer una palabra de orden, un
fondo? Nuestra quimérica palabra originaria retozaba a sus anchas, desnuda,
espontánea. Nadie pretendía de ella propiedad alguna, y este andar despojada de
ropas se asemejaba a la libertad. El pudor tendría lugar luego, con la
subordinación de la infancia del decir a lo adultamente ya dicho.
Infantilización de la palabra. Pero una palabra que se quiere originaria nada
sabe de obediencia. Una palabra infante discurre sin más, originaria, mas en
modo alguno sabe dónde ir; se resuelve a tientas en su noche impenetrable. La
palabra es un fulgor que nos envuelve en este no saber, un arrojo hacia ese
fondo sin fondo que, fascinantemente, nos reclama. ¿Qué habrá significado
aquello para nuestro animal devenido hablante –y por eso mismo, ya no más
animal o, si se quiere, animal en un modo específico de ser dicho, modo
que, mediante la lingüística operación de enunciación en la que se encuentra
envuelto niega la animalidad que, sin embargo, le es irreductiblemente propia
(o, también, una operación de vivisección en la que se pone en juego la
decisión acerca de aquello que, humanamente, somos, dejando en suspenso
aquél resto inhumano en nosotros)-? Asimismo, ¿cómo pudo detenerse a pensarlo?,
¿cómo preguntarse, en un principio, por algo de lo que nada se sabe? Y si,
además, no hay palabras para ello, pero, más importante aún, tampoco se
ha transitado experiencia del lenguaje alguna, entonces, ¿cómo preguntarse?
Digámoslo de una vez: pensar este pasaje originario del animal al
hombre es imposible toda vez que, en nosotros, se presupone la
existencia del lenguaje, oscureciendo así su cosa misma. Es la experiencia del
límite lo que allí tiene lugar, en ella tan sólo el silencio redunda. Empero,
se puede preguntar sobre aquello que, en el bullicioso silencio, nada es. Es
ésta muda presencia originaria la cosa misma del pensamiento. Probablemente no
haya imagen más certera para narrar el despliegue de una pura potencia que
aquella que remite al tener lugar del preguntar sin palabras que den
consistencia al mismo –y, sin embargo, esta hipótesis pone debajo la
existencia del lenguaje que habita y por el cual aparece para nosotros,
espectralmente, algo como el acontecimiento originario de la infancia humana-.
La pregunta primera no fue por ello menos incierta. No pudo ser aquella que
pregunta por qué hay algo en vez de nada pero sí, podemos decir, su formulación
lindaba la lucidez más profana –aquella del no tener refugio alguno en que
procurarse abrigo-. Palabra sin fondo que pre-suponer, primeros balbuceos de
una infancia humana, sus resonancias, hasta entonces improbables, sacudieron el
lenguaje –que así se aparecía a sí mismo, fundándose a sí mismo-, dando lugar a
una multitudinaria asamblea que aún se mece en el tiempo. En su vibración
resuena, obstinadamente, la más ardua tarea del pensamiento –esa inagotable
pregunta por el ser-. Pensar significa, pues, reanudar el ser en su
impertinencia constitutiva en la pregunta primera, abismarse en el fondo sin
fondo del ser –allí donde las palabras faltan-. Pero, ¿qué cosa motivaba la
apertura de esta pregunta? El silencio y sólo él la reclamaba. Fascinante y
pavorosamente, aquello que se nos escapa, que, irreductible, nos deja faltos de
palabras, provoca al pensamiento, nos arroja, impávidos, a la tarea. Pululaba
irremediablemente en el silencio algo que precisaba ser dicho: una palabra
henchida de mundo. Alguien, azarosamente, serviría sin más a los propósitos de
ésta, haciéndose de ésta. Arrancarla de su caótica latencia para hacerla tener
lugar en el mundo, he ahí su obrar que resuena en los pliegues del tiempo.
Pensar es reanudar aquella palabra primera, desplegar aquél infantil balbuceo
humano que contenía, en la pura potencia de su indeterminación, en el tener
lugar del lenguaje, todas las palabras que caben ser dichas. Puede que la
infancia sea nuestro modo de ser originario. Llegando a presencia siempre
demasiado tarde, no podemos dejar de arrastrarla en torno nuestro. Confundidos
en el mundo, envueltos en su apertura y perplejos en ésta, sin nada saber de
nuestro estar arrojados, sin presupuesto o gramática alguna a priori,
más que este andar cansino, a tientas, prestos a escuchar las digresiones que
el silencio nos chamuya al oído.
***
En La santidad, el erotismo y la soledad Georges Bataille afirma que es preciso un lenguaje que vuelva al
silencio. No es nuestra intención amputar la reflexión del acéfalo pensador,
mas nos parece que aquel gesto –sacrificial, en tanto es una forma de
dar muerte al lenguaje mismo- remite, sin más, a la inasible intensidad de la
experiencia erótica, sensible –o, también, al rechazo por el pensamiento de
todo aquello que escapa a sus arcanos-. Dirá, asimismo, que tal supresión del
lenguaje es impracticable. “¿Qué sería de nosotros sin lenguaje? Nos hizo ser
lo que somos”, concluirá. En el lenguaje, diremos con Bataille, el hombre
quisiera mantener en suspenso su resto inhumano, decidir razonablemente
sobre éste –o, mejor, soberanamente, negarlo, darle muerte-, desterrando
sus partes animales, en su pretensión de producir un mundo mesurado, laborioso.
Existe un lugar común –e, igualmente, impensado-, que remite a un “coger como
animales”. Se trata, pues, de mera retórica. Nunca se coge como animales ni aún
en el más desmesurado de los encuentros -el erotismo sagrado-, puesto que los
animales no conocen la prohibición, ergo, no se viola ninguna
prohibición. Y el erotismo es humana fascinación y pavor por la
transgresión, perversión de la norma que la norma reclama –suspensión que, como
una cifra, está inscripta en ella misma, un [no]pensamiento del límite-.
Asimismo, es sabido que los animales cogen por instinto/reproducción, cosa que
en el hombre no tiene lugar, por el contrario, en el sexo es tan sólo un
aspecto, y lo demás es erotismo –es decir, actividad sin finalidad más
que sí misma-, por eso la perversión es posible. ¿O acaso es posible pensar
algo como la perversión animal? En el erotismo el hombre se niega a sí mismo,
poniendo en suspenso, en el tumulto de la transgresión, la prohibición que lo
funda. Empero, la aporía de este imposible salirse del lenguaje, que es un
fugarse hacia lo indistinto, haciendo estallar la condición humana misma,
muestra el fondo sin fondo del ser, que, es sabido, es caos.
Una
comunidad que se fundase sobre la falta originaria de presupuesto, sobre lo
infundado del ser, que hiciera de la condición de des-fondamiento su hipótesis
–aquello que es puesto debajo-, una comunidad tal, como afirma Giorgio Agamben,
sería el principal enemigo del Estado. “Que las singularidades hagan comunidad sin reivindicar una
identidad, que los hombres se co-pertenezcan
sin una condición representable de pertenencia […] eso es lo que el Estado no
puede tolerar en ningún caso. Pues el Estado, como ha demostrado [Alain] Badiou,
no se funda sobre el ligamen social, del que sería expresión, sino sobre su
disolución, que prohíbe”. Los modos de ser-en-común devienen irrepresentables
toda vez que debajo no hay identidad alguna que presuponer. En ello
reside su mayor amenaza. La invención de nosotras/os, la multitudinaria
asamblea que balbucea su infantil palabra originaria, a tientas, en la
perplejidad en que se envuelve, es la invención de una forma de vid(a)
irreductible, refractaria al capital-Estado.
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