Mortero Sánchez
Escribe Emanuel
Alegre
Ilustra
Genghis
Harry Greb, Rocky
Marciano, Kid Gavilan, Jake LaMotta, Carmen Basilio, Gene Fuller, Carlos
Monzón, y hasta Marvelous Hagler. Esos sí eran boxeadores. Tipos que subían al
ring sólo a ganar, pero no ganar fama o dinero sino a ganarle al otro, al
contrincante. Subir para hacer de una pelea algo más allá del deporte, algo que
tenía que ver con el orgullo y el honor. Estos tipos nacieron en el tiempo
equivocado. Si en vez de nacer en el siglo 20 hubiesen nacido en Grecia,
hubieran ganado fama y un par de coronas de laureles, hubiesen sido semidioses,
tendrán poemas cantados en su honor. En vez de eso, el siglo 20 los dejó
seniles, viejos, tirados en un cuarto hasta que murieron, con alzheimer y
problemas de visión. Y no me vengan con esos boxeadores que ganan millones y se
venden en cualquier round. ¿A ver si un Shane Mosley podría haber peleado como
lo hizo Harry Greb con un brazo quebrado toda una pelea, o como Chuvalo que
terminó estoicamente el asalto con la mandíbula quebrada? El dinero mató al
box.
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Puede que todo lo que
digo suene medio a fanático, pero no es mi culpa.
Si tu viejo cuando
cumplís los 10 años te lleva al club Ferrocarril Oeste a ver a dos tipos
dándose tortazos durante 15 minutos (duró sólo cinco rounds) en vez de llevarte
a pescar o alguna de esas pelotudeces que hacen los padres cuando creen que
pueden hablar con vos y que vas a entender algo de una conversación que dicen
ser hombre a hombre, es comprensible que piense así.
Pero no me quejo. Seguí acompañando
a papá a todas las peleas a las que él iba al club Ferro, Asociación de Box, a
la Federación de Box y hasta al Luna Park.
Por esa pasión, tanto mía
como de mi viejo, hace un año, a veinticinco de la noche en que un campeón
perdió por puntos, perseguí un fantasma en un bar de Longchamps. Estaba en El
Clarito tomando un cinzano, aprovechando un franco del trabajo que me había
tomado sin preguntarle a nadie. Miraba a los parroquianos de las dos de la
tarde como tomaban su vino o su Legui y discutían sobre temas que rayaban con
lo incoherente. Le pegué un par de sorbos más al cinzano y un chorro de soda
para alargar el tiempo. Boludeando de esta manera fue cuando lo ví. Emilio
Leopoldo Sánchez estaba acodado tomando un líquido del color del té, pero con
muchísimos más grados de alcohol. Sánchez. No podía ser él. Pero por otra
parte, ¿por qué no?
Lo conocí en el Luna
Park, en los ‘60, cuando tenía doce años. Acompañaba a mi viejo a ver una pelea
de fondo de dos semipesados. Uno era Sánchez, el otro tipo no recuerdo cómo se
llamaba, sólo recuerdo lo que pasó cuando sonó la campana: los dos corrieron al
medio del ring como si se hubiesen apostado la vida. Creo que en el primer
round no pasó nada, punteos, algún que otro gancho al cuerpo, un cross perdido por
ahí. Pero el segundo asalto fue una batalla con todas las letras. El otro tipo
comenzó a puntear a Sánchez, hostigándolo, entonces Emilio retrocede a las
cuerdas pero se gira siempre antes de llegar. El otro comienza a impacientarse
porque todos los golpes que le lanza a Sánchez, éste los esquiva o los bloquea.
Y justo como si esperase que la campana estuviese por sonar, Sánchez le larga
un uppercut que nadie sabe de dónde lo sacó y le hace sonar la quijada al otro.
Mi viejo siempre me discutió que no, pero yo sigo afirmando hasta hoy que los
dos pies del tipo se levantaron del piso. Y campana y el otro que medio
tarambana no puede encontrar la esquina. Mi viejo se pone a hablar con otro
tipo que estaba al lado si Sánchez era uno que había peleado la semana pasada
en Ferro o si lo entrenaba Spagnolo o si era un tapado que trajeron equivocados
porque el otro tipo estaba ahí de pelear por el sudamericano. Ellos hablaban y
yo no podía sacarme de la cabeza la imagen de un brazo fantasma, de ese tercer
puño oculto que Sánchez le planta en la jeta al otro. La campana acabó con toda
discusión. Sánchez y el tipo salen al centro del ring y tras chocar guantes,
vuelven al mismo juego de antes. Sánchez retrocediendo y el otro medio
acobardado va tomando coraje y casi al final del round se le anima y le pelea
de adentro. Y otra vez ese tercer brazo que nadie sabe de dónde lo saca, pero
ésta vez sale como un gancho al estómago que dejó al otro cayendo como una
bolsa de papas en cámara lenta. Todos nos quedamos callados. Creo que nunca el
ruido de una campana tuvo tanto silencio alrededor. Mi viejo no decía nada. Y
yo miraba alternadamente al tipo tirado en el ring boqueando buscando aire y a
Sánchez que se iba a su rincón cómo si no hubiese ido mas que a pasear al centro
del ring y no encontró nada interesante. Al otro lo llevaron a la rastra a su
rincón. “Listo, tiran la toalla”, dijo el hombre que estaba hablando antes con
mi viejo. Pero no. Sonó la campana y lo mandaron a pelear nomás. Qué paliza que
recibió ese pobre tipo. Sánchez era una máquina de tirar golpes: uppercuts
seguidos de ganchos, cross de derecha y uno de izquierda que daban la sensación
que mantener por la fuerza al tipo parado, como si los golpes fueran su sostén.
Y ahí, como siempre, antes de terminar el round, al borde de la campana, lo
dejó caer como un muñeco de trapo, pero esta vez con un gesto caballero: lo
dejó tirado cerca de su rincón.
Lógico que Sánchez ganó
por KO. Las otras peleas de esa noche fueron opacas. No porque lo boxeadores
fueran malos, sino, porque todo el mundo se quedó detenido en Sánchez y sus
golpes precisos y rápidos. Yo miraba los rostros de la gente y en todos se
adivinaba la misma pregunta: ¿Quién carajo es éste tipo?
Recuerdo que al otro día
me la pasé en la calle jugando a la pelota y en el colegio, pero a cada rato
rememoraba la pelea. Así hasta la noche. Papá llegó de trabajar, le dio un beso
desganado a mamá y se vino derecho a la mesa dónde yo estaba haciendo los
deberes. Tiró delante mío el diario y empezó a buscar algo en el interior. Me
quedé mirándolo con un poco de miedo hasta que se frenó en una página y
apuntando con el dedo una foto en la que reconocí a Sánchez, me dijo “mirá”. El
cronista relataba la pelea y anunciaba que un nuevo campeón había nacido. Subí
la vista hasta el título y entonces algo como un escalofrío me recorrió: “El
“Mortero” Sánchez tomó el Luna Park”. El
Mortero. Miré a papá y me sonrió. Comprendí que desde ese día mi viejo iba a
seguir paso a paso la carrera del Mortero, y que yo, la iba a seguir junto a
él.
Desde esa noche no hubo
aparición de Sánchez en los rings en la que no estuviésemos presentes. Cada
pelea era lo mismo: defenderse, buscar las cuerdas pero no llegar a ellas y
sacar un par de manos en los primeros rounds hasta que el tipo estaba medio
tarambana y dejarlo en la lona tras una paliza. Y siempre la misma actitud, ir
hasta su rincón como si nada, ni siquiera festejar cuando el réferi lo
anunciaba ganador. Él no festejaba pero nosotros lo hacíamos por él. Nos
volvíamos a Constitución hablando de la pelea, mi viejo me contaba de viejos
boxeadores a los que Sánchez le recordaba y en la estación nos comíamos una
porción de pizza bien aceitosa, yo coca, papá un vaso de vino y soda, y después
a casa, en tren, casi siempre yo durmiendo contra el hombro del viejo mientras
él pensaba, seguro en Sánchez.
Todo siguió igual durante
casi un poco más de un año y medio. Entonces apareció Eugenio Linares, El
Artillero.
Esa noche fatídica la
pelea fue en la Federación de Box. Parecía un trámite más de Sánchez para poder llegar al título. Como de
costumbre presentan a Sánchez, los aplausos de los admiradores que había
logrado en tan poco tiempo, el réferi que lo saluda, y entonces, lo nombraron.
Eugenio Linares. La platea completa se dio vuelta para verlo y la sorpresa fue
compartida por todos. Físicamente era la réplica de Sánchez. No su rostro o su
pelo sino su físico y su manera de andar: como cansado, mirando hacia delante
pero sin un destino fijo. Sólo mirando como quién lo hace para ver por donde
va. Cuando estuvieron los dos enfrentados sobre el ring y mientras el réferi
les enumeraba las reglas, alguien a mi lado dijo que Linares era casi el doble
de Sánchez, excepto que Linares era zurdo. Miré a mi papá, él también había
escuchado el comentario y miró atento y preocupado hacia el ring.
Campana e inicio de la
pelea. El primer round se desarolló igual a todos los primeros round del
Mortero. Guantes, un poco de ronda y nada más. Pero fue en el segundo round
cuando todo cambió como una calle de tierra tras un temporal. Sánchez hacía lo
de él, lo estaba midiendo para ponerle un gancho o un uppercut fantasma de esos
que todos festejábamos, cuando Linares sacó un gancho con la zurda al hígado de
Sánchez y sin darnos tiempo de sorprendernos, lo fulmina con un cross de
derecha descendente que le da justo atrás de la oreja. Sánchez se fue directo a
la lona mientras todos nos quedamos viendo como Linares se iba a su rincón despacio, como meditando.
Miré a mi viejo y quise
decirle algo, pero supe que sería imposible intentar preguntarle qué es lo que
había pasado, él tampoco sabía que ocurría. Así que fijé mi vista en el ring
ansiando que Sánchez se pusiera de pie, que hiciera perdurar ese vínculo que mi
viejo y yo habíamos forjado alrededor de él. Y lo hizo, se puso de pie envuelto
en el conteo de protección, despacio, pensando en lo que había sucedido. El
réferi se acercó a preguntar algo a la esquina de Sánchez. El sparring y el
entrenador intercambiaron unas palabras y antes de que todos nos repusiéramos
de la sorpresa, Sánchez ya estaba camino al centro del ring atendiendo el
llamado de la campana. Durante los primeros dos minutos pareció como si nada
hubiese ocurrido: guantes, uno que otro punteo pero nada relevante. Entonces el
Mortero tomo la iniciativa. Castigó el cuerpo de Linares con unos ganchos
veloces que nos hicieron soñar de nuevo con su victoria y nos dio un respiro,
pero el Artillero era hábil defendiendo su cuerpo. En una combinación le sacó
un cruce que le dio justo en la sien. Sin reponerse, Linares comenzó con su
trabajo de desfigurarlo. Sánchez no llegó a escuchar la campana. Un directo al
oído derecho lo dejó KO justo cuando intentaba atinarle a Linares uno de sus
ganchos mágicos.
La mayoría no se quedó a
escuchar al réferi proclamar al ganador. Nos fuimos despacio, junto a una
multitud de hombres desilusionados, derrotados. La caída de Sánchez fue también
la caída de todos nosotros.
Esa noche, en
Constitución, no hubo pizza aceitosa ni dormir apoyado en papá. De regreso a
casa mientras pasábamos por las estaciones oscuras, miraba, con la cabeza
apoyada contra la ventanilla, de reojo a papá: estaba rígido, mirando hacia
adelante, pensando con los ojos bien abiertos.
Y pude adivinar en qué pensaba porque yo pensaba en lo mismo: ¿Cómo podía
ser que Sánchez hubiese perdido?
Después de esa noche, las
relaciones con papá fueron como antes de que Sánchez apareciera. Venía de
trabajar, me saludaba, me preguntaba de compromiso como me iba en el colegio y
tras cenar, se acostaba a dormir. Nunca, en esos meses en que Sánchez
desapareció de nuestras vidas me invitó nuevamente a un combate ni él concurrió
a ninguno. Hasta que llegó una tarde enloquecido como la vez en que me mostró
la nota del primer combate de Sánchez. Me tiró el diario y clavó el dedo en un
titular: Sanchez-Linares, la revancha por el camino al título. No hubo
necesidad de decirnos nada. Nosotros también teníamos nuestra revancha.
Esa noche en la
Asociación de Box, mirara adonde mirara, sólo veía a los que noche tras noche
habíamos seguido a Sánchez alentándolo, expectantes. Todos habíamos ido
ansiando una victoria que nos reivindicase. Las preliminares fueron las mismas
que las otras veces: Réferi, musiquita, cerveza, humo y puchos y al reventar al
unísono las palmas, la entrada del Mortero. Luego entró Linares y tengo que
admitirlo, tuve miedo. Parecía más grande que la última pelea, y no sonreía,
parecía que en su cabeza sólo existiera una sólo idea: dejar en la lona a
nuestro campeón.
El réferi los enfrentó,
les dijo las reglas, y durante ese instante que pareció durar un otoño, ellos
estuvieron mirándose como si quisieran hablarse con los ojos y en ese diálogo
estuviesen contándose sus vidas. Y sentí un algo dentro mío. Me quedé
mirándolos y yo también pude escuchar su diálogo, saber sus vidas y cuando el
réferi les dijo choquen guantes puede escuchar la última palabra que se
dijeron: hermano.
Entonces llegó la
campana. Esta vez no hubo medirse ni tantearse, fueron directamente a matarse.
Linares tiraba sin cubrirse los golpes más terribles que vi en toda mi vida, y
Sánchez los atajaba o los absorbía y se los devolvía con la misma furia. Al
final del primer round Sánchez ya ostentaba el pómulo cortado y Linares un
pequeño corte sobre el ojo derecho. El segundo asalto comenzó con el mismo
ímpetu, pero esta vez Sánchez hizo algo que nunca le habíamos visto hacer.
Buscó la pelea desde afuera e incitaba a Linares empujarlo a las cuerdas. Dos
veces hizo lo mismo y siempre con el mismo resultado: una tormenta de golpes
azotó los cuerpos de ambos hasta que el réferi los separó. Pero la tercera vez
Sánchez hizo algo que nos dejó con la boca abierta. Cuando Linares iba sobre
el, el Mortero le descargó tal andanada de golpes al rostro mientras retrocedía
que el Artillero avanzaba directamente sobre los puños furiosos de nuestro
campeón. Dos veces vimos esto, hasta que el estadio estalló y todos saltaron de
sus asientos gritando enloquecidos: en uno de esos golpes de retroceso, Sánchez
había alcanzado en pleno la quijada de Linares tumbándolo, pero antes de que
pudiera tocar el piso, otro golpe le dio en la oreja derecha y lo dejó tendido
como muerto. Todos pensamos que ahí terminaba, que Linares no iba a poder
recuperarse antes del conteo, pero demostró que él también era un campeón. Se
levantó, despacio, como si lo hubiesen despertado de una siesta y buscó con la
mirada a Sánchez. Entonces ambos se miraron, obviando al réferi y asintieron
con la cabeza como si ellos fueran los únicos en el club y eso no fuera más que
una pelea entre dos viejos amigos en una plaza. No se si sonó o no la campana.
Ellos volvieron al centro del ring a darse de nuevo sin tregua. Golpe tras
golpe, caída tras caída. Y al final de cada round, cuando volvían a sus
rincones, se los veía discutir con sus entrenadores y les pedían con ademanes
que les pararan la sangre que manaba de los cortes que iban poblando sus
pómulos y sus sienes. Fue en el round ocho cuando Linares pareció terminar
definitivamente la pelea. Arrinconó a Sánchez y cuando el Mortero quiso escapar
por el costado, el Artillero lo calzó en dos cruces tan bien colocados que
pareció arrancarle la cabeza con la potencia de sus golpes. Sánchez cayó
arrodillado agarrándose de las cuerdas. Linares se apartó, mirándolo como si le
pidiera que se levante, que no se deje ganar así, y Sánchez lo hizo, atontado y
perdido pero al fin de pie. El réferi le hizo el conteo de protección y el
minuto que quedaba para que termine el round Linares no hizo más que puntear y
medirlo, pero sin tirar ningún golpe. Y entonces llegó noveno. Al principio
Sánchez parecía como perdido, atontado, y Linares lo respetaba, lo miraba y
giraba alrededor, hasta que el Mortero pareció despertarse y volvieron los golpes. Y pasó el décimo y caímos en el
undécimo. Linares y Sánchez volvieron a la carga como si no hubiese nada
después de ese round, como si alguien les hubiese dicho que lo que los rodeaba
desaparecería luego de que la campana sonase. Y esos fueron golpes más duros
que los que se dieron Hearns y Hagler o Holmes y Norton. Ya no había público
alrededor, ya no peleaban para contentar a todos los que pagaron una entrada.
Se transfiguraron en dos pugilatos olímpicos que buscaban los laureles y tal
vez el honor, el simple y primitivo honor.
Y en ese undécimo round
cualquiera de los dos podría haber ganado. Pero la suerte sólo podía ser para
uno. Y entonces el Mortero acertó un directo a la mandíbula de Linares que lo
desplomó. Nuevamente el silencio. Y esta vez Sánchez fue el que quedó
expectante, como ansiando que su contrincante se pusiese de pie. Y Linares lo
hizo. Como si estuviese saliendo de un mar oscuro se levantó, se puso de pie,
primero dudando, pero luego seguro, como una de esas viejas esculturas de
luchadores, y asintiendo con la cabeza, haciéndole una señal al Mortero,
prosiguieron con su pelea.
Cuando sonó la campana
que dio por terminado el round doce, sus rostros habían perdido toda morfología
humana. Esa noche fue el fin de la carrera boxística de Sánchez. Dos tarjetas
anunciaron un empate, pero una tercera, le dio un punto de ventaja a Linares.
No puede haber nada peor que eso. Perder por KO es comprensible para un
boxeador, pero por puntos, por la apreciación de un tercero que no transpira ni
es castigado sobre un ring, es casi como una burla. El anuncio pareció pasar
desapercibido para ambos contendientes. Linares miraba tras esos ojos en
compota a todo el mundo como abucheaba o lo vitoreaba; Sánchez no dijo nada, se
bajó del ring y se encaminó hacia los vestuarios para nunca más pisar la arena.
Está de más decir que
desde esa noche nunca más fui a un encuentro boxístico con papá. Él se contentó
con mirarlos por televisión, yo, ya adulto, voy cada vez que la nostalgia me lo
permite. Sánchez y Linares desaparecieron prácticamente del mundo. Linares se
esfumó y nunca más se supo de él; de Sánchez, salió una notita en un suplemento
deportivo de un diario de cuarta que anunciaba que tras la pelea el ojo izquierdo estaba comprometido por un
desprendimiento de retina. En verdad, no me extraña, golpes como lo que se
tiraron esa noche no podían ser
recibidos por nadie sin acusar recibo.
Veinticinco años. Y ahí,
enfrente mío tenía a Sánchez de nuevo. No es que tuviera la seguridad que era
él, pero algo me decía que ese viejo canoso y medio borracho era el Mortero. Me
puse de pie y fui hasta la barra pensando en qué carajo iba a decirle. Pero como si sólo se hubiese dejado ver para
despertarme algunos recuerdos de niñez, pagó rápido y salió hacia la avenida.
Cruzo la calle en
dirección a esa parte de las vías que no están valladas y por la cual la gente
cruza de un lado a otro de Longchamps. Corrí y le grité. Nada. Su apellido se
perdía entre el ruido de los autos y los colectivos. Recién llegando a las vías
lo alcancé. Mortero, grité. El viejo se paró en seco. No se giró para ver quién
lo llamaba, solamente se quedó parado esperando que el pasado lo alcanzara.
-Señor Sánchez…. –dije
mirando su espalda. Se giró despacio. Yo jadeaba sin saber cómo continuar.
Cuando estuvo de frente a mí instintivamente miré sus ojos: el ojo derecho
estaba velado por una película opaca, el izquierdo lloraba sin razón.
-Señor Sánchez…. –intenté
de nuevo.
-Lo siento muchacho,
usted está equivocado.- Me dijo y se dispuso a seguir caminando. En un reflejo
lo tomé del brazo. Me miró fijo a los ojos. Pensé que me iba a dar uno de esos
golpes que a tantos habían volteado.
-Usted es Emilio Leopoldo
Sánchez, el Mortero. No me diga que estoy equivocado, fui a ver cada pelea
suya. Sé que es usted.
Entonces vi lo que
realmente había quedado de Sánchez: un viejo casi ciego al que no le interesaba
la gloria del pasado.
-No, joven, se de quién
habla, pero ese no soy yo. – Le solté el brazo. Pasó un tren. Miré a la gente
en las ventanillas. Algunas personas nos miraban: un viejo y un hombre parados
al costado de las vías ¿Qué pasaría por la cabeza de esa gente al vernos
parados ahí?
-Perdón –le dije.- pensé
que era una persona a la que admiré de chico y al que siempre tuve ganas de
volver a ver.
El viejo me miró
pensativo
-¿Para qué? –me dijo.
-Para preguntarle una
cosa.
-Perdone que sea curioso,
pero qué hubiera querido preguntarle.
-¿Por qué desapareció?-le
dije dudando.
El viejo bajó la vista.
Encontró una piedra ovalada y se puso a jugar con la punta del pie. Pasó otro
tren en sentido contrario.
-Es simple, pibe. Sánchez
no pudo ganarle a su sombra. ¿Para qué iba a seguir?
Pateó la piedra lejos, en
dirección a los durmientes, me saludó con ese gesto que le había visto hacerle
Linares en la última pelea y se encaminó a cruzar las vías. Vi como se iba. Otro
tren pasó. Él quedó oculto tras la formación. Para cuando terminó de pasar el
tren, ya no lo veía. Volví al Clarito y le pregunté a Walter si había visto al
viejo, si iba siempre a esa hora. Me dijo que no, que no era un parroquiano.
Entonces dudé si el viejo al que había visto era Sánchez. Dudé que los campeones vivieran para siempre.
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