El escondite
perfecto
Escribe
Gisele Calvo
Ilustra
Matías Costilla
“Mañana te paso a buscar para jugar a las escondidas”, le dije
despreocupado mientras Eloisa se iba en el auto con su papá. Se veían cansados,
tristes. Ella ya no jugaba como antes, era bueno que saliera un poco a pasear.
Nos habíamos conocido meses atrás, cuando empecé a tomar clases de francés con
la señorita Ana. Me fascinaba esa casa vecina de techos altos, con pisos de parquet
bien lustrado y numerosos recovecos donde escabullirse a la hora de la siesta.
Me quedaba ahí todas las tardes porque papá siempre tenía que trabajar.
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Jugábamos desde que terminaba mis deberes hasta que la llamaban por la
extraña escalera caracol que iba para el sótano. A medida que Eloisa bajaba los
escalones, con sus zapatos de charol gastados, su cara se iba haciendo más
opaca, hasta que ella desaparecía por completo. Entonces la señorita Ana
cerraba la puerta rápido y la tapaba con un perchero de pie repleto de carteras
y bufandas y tapados de piel. “Es nuestro secreto ¿eh?”, me decía siempre.
En las tardes me pasaba horas pintando mapas del colegio. Líneas bien
gruesas para separar los países y puntitos ordenados para separar los estados.
“Que no se mezcle nada. Nada tiene que juntarse” cacareaba todos los días la
maestra de geografía con su peinado tirante y la cola de caballo que le llegaba
a la cintura. Por eso odiaba tanto pintar. Por suerte Eloisa era buena
pintando, así que ella me ayudaba con la tarea y yo le enseñaba a jugar a las
escondidas.
En eso sí que era un experto. Me escabullía por todas partes y hasta
sabía aguantar la respiración para que nadie me encontrara. Nos divertíamos con
la condición de no salir nunca y correr al ático si alguien entraba a la casa.
El papá de Elo no salía mucho de su escondite y cuando lo hacía
parecía invisible. Tenía aureolas azules alrededor de sus ojos y su piel era
casi blanca, casi transparente. Nunca hablaba. Nunca se reía. En cambio papá
era un hombre muy divertido, tenía muchos amigos y vivía de reunión en reunión.
Me gustaba verlo descansar en su escritorio, leyendo el diario y fumando una
pipa como la de Sherlock Holmes.
Yo no sabía muy bien de qué trabajaba. Escuché decir al abuelo que se
dedicaba a cazar animales. Eso era muy peligroso y me daba miedo. A veces lo
llamaban y tenía que salir a las corridas. Tenía tanta rabia de que no me
prestara atención, que prefiriera andar con esos hombres verdes.
El que se llevaba todo mi desprecio era un alto con ojos de serpiente.
Era bruto y tenia cara de malo, no sé cómo a papá le gustaba pasar tanto tiempo
con él. Una vez en el almacén una señora le susurró “Gorila” a sus espaldas.
Pero el tonto ni se dio cuenta.
El enojo me cansó, así que una semana antes de navidad le conté a papá
de mi nueva amiga. Para que reviente de los celos, para que pase más tiempo
conmigo. Creo que funcionó. Nunca antes me había escuchado de esa manera. Me
prestó atención en cada detalle de lo que le dije y saboreó mis historias de
mapas de colores y juegos de escondidas. Me preguntó de todo. Creo que estaba
celoso de Eloisa.
Ese mismo día a la tarde el hombre con ojos de serpiente agarró al
papá de Elo y a la señorita Ana por los hombros, les dijo algo al oído y los
acompañó hasta el auto verde. Tal vez no era tan malo después de todo. Algunos
vecinos miraban intrigados, pero nadie se acercó a saludarlos. Papá observaba
todo desde la ventana de casa y ni siquiera salió a despedirse de mi amiga. Así
funcionaban los celos. Después de todo, era lo que yo quería.
Pensé que no iban a irse muy lejos porque no se llevaron ni pelotas,
ni equipos de mate, ni valijas, ni bolsos. Nada. Yo esperaba que ella pudiera
descansar. Sin embargo nunca más la volví a ver. Los días se acumularon,
formaron meses, veranos, años. Creo que ahora juega mejor que yo. Seguro que
encontró el escondite perfecto y sigue escondida esperando que la vaya a
buscar.
-Mañana te paso a buscar para jugar a las escondidas- le dije
despreocupado mientras ella me miraba con sus ojos de globo terráqueo y subía
al auto.
-Pobre animalito de dios- dijo mamá llevándose su pañuelo de seda la
boca.
-Animalito no, ma, es Eloisa.
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