jueves, 10 de enero de 2013

Revista Sinécdoque N°3 - "El juego de la comunidad" (Escribe e ilustra María Daniela Portas)





Contact/Improvisación/identidad/comunidad



"El juego de la comunidad"

Escribe e ilustra María Daniela Portas



La noción de comunidad ha adquirido en los últimos años un sentido renovado. Cuando decimos últimos años nos referimos a los años posteriores a los de los regímenes neoliberales en Latinoamérica, asociados en la región a lo que el sociólogo argentino Pablo de Marinis ha denominado desconversión de lo social, un fenómeno que opera “no sólo a través de la recodificación del campo de incumbencias del Estado […] sino también a partir de la reactivación (quizá se trate de una estrategia de reinvención) del viejo concepto sociológico de Gemeinschaft, de comunidad” (2005: 22). La comunidad tradicional muta en un proceso complejo que da origen a lo que el autor ha denominado comunidad post social. En ese marco, proponemos una indagación exploratoria de la noción de comunidad a partir del análisis de un caso.

Nuestro objeto de estudio será el ámbito –sector, diremos luego- del Contact Improvisación (CI) en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Delimitaremos un grupo muestra compuesto por los alumnos de la profesora Cristina Turdo, que da clases de CI en el Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA) y en el Centro Cultural Ricardo Rojas1. El término comunidad tiene un uso recurrente en este grupo y, más ampliamente, en los grupos de bailarines de CI en general, desde sus comienzos. Tanto la autodenominación e interpelación a los pares como la problematización explícita tienen lugar de forma más o menos habitual y posicionan a la noción de comunidad como parte fundamental de los procesos de construcción de identidad en este grupo. Analizaremos los procedimientos mediante los cuales se construye la identidad en común que los bailarines de CI definen bajo el término comunidad y la forma en que dicha comunidad deviene objeto de disputa y activa una red de sentidos que pone en juego diversas prácticas entre los miembros del grupo con un objetivo de legitimación y de aceptación.

El trabajo que sigue está estructurado en tres bloques. El primero se ocupa de caracterizar brevemente la práctica del CI y reconstruir el desarrollo histórico de la noción de comunidad a los fines de poder analizar cuál es la configuración específica que adquiere en este caso. El segundo bloque se propone analizar el modo en que la comunidad es percibida por los agentes2 y los conflictos que eclosionan en torno a los usos que se hacen de dicho término. En relación a esta cuestión, propondremos la hipótesis de que la noción de comunidad en este caso funciona como dispositivo de construcción de una identidad de grupo y configura un sistema de intercambios según una lógica de ganancias y pérdidas según la cual los agentes operan para acumular determinado capital simbólico3 y, mediante esa acumulación y su necesaria exhibición, obtener una recompensa que llamaremos membresía4. El concepto de dispositivo es propio de la teoría de Michel Foucault y tiene gran peso en ella. Para los fines de este trabajo, tomaremos la definición que propone Daniel Muriel (2010). El autor explica que para Foucault un dispositivo es “un conjunto decididamente heterogéneo, que comprende discursos, instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes, medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas, morales, filantrópicas; en resumen: los elementos del dispositivo pertenecen tanto a lo dicho como a lo no dicho. El dispositivo es la red que puede establecerse entre estos elementos” (2010: 320). Consideramos que esta definición enmarca adecuadamente el modo en que los elementos que se hacen presentes y que definen a la comunidad del CI operan hacia ella. Para finalizar, en el tercer bloque del trabajo intentaremos esbozar algunas conclusiones y dejar abiertos algunos interrogantes con el objetivo de abrir este análisis a otros fenómenos actuales relacionados con la construcción de experiencias de comunidad.



El Contact Improvisación y la noción de comunidad



El CI es una danza que nace en la década de los setenta en EEUU y llega a nuestro país en los ochenta. A lo largo de los años se ha expandido cada vez más y en la actualidad pueden encontrarse articulaciones muy variadas de CI con otras disciplinas corporales. Además forma parte de la currícula de las carreras del Departamento de Artes del Movimiento del IUNA. En cuanto a mi experiencia personal con esta forma de danza, comencé a bailar CI en el año 2003 y continúo, con algunas interrupciones, hasta la actualidad. Mi primera y más importante maestra fue y es Cristina Turdo, bailarina de la primera generación de CI en nuestro país y referente fundamental de esta práctica.

La propuesta estética y filosófica del CI consiste, en pocas palabras, en una experimentación libre -improvisada- de la relación que el cuerpo entabla con las fuerzas físicas que lo rodean. La gravedad y la colisión son algunos de los estímulos más habituales que se propone investigar. A partir de esa conexión con la percepción se busca entrenar un estado de alerta que no deje de ser relajado y que permita una alineación mente-cuerpo para lograr secuencias de movimiento fluido cada vez más largas. Cristina Turdo describe la propuesta como “no frente al espejo, no verticalidad, no doctrina, no maestro adelante y alumnos mirando hacia el frente. Se trabaja mucho lo circular. [Se trata de] quebrar la danza, quebrar la forma, romper la estructura”5. La improvisación implica una determinada relación atenta con el espacio y una concepción del tiempo como un fluir en el que cada nueva decisión abre múltiples nuevas y desconocidas posibilidades. La posición es fugaz para el bailarín. Él no está en ningún lado. Está en el instante. En este punto, la propuesta filosófica del CI resulta de gran interés para un análisis de tipo fenomenológico. Las reflexiones de Merleau-Ponty acerca de la vivencia del cuerpo propio y la construcción de intersubjetividad permiten dar marco a un análisis sobre el sustento filosófico del CI y comprender tanto la experiencia de la danza como el modo en que desde esa matriz sensorial, cinestésica, se teje una intersubjetividad que da origen a una comunidad particular.

Allanemos el terreno conceptual que estamos transitando. La noción de esquema corporal apela a aquello que permite que un cuerpo conozca la posición de cada uno de sus miembros en todo momento, que no sea para sí un conjunto de elementos yuxtapuestos sino una “posesión indivisa” (Merleau-Ponty, 1957: 105). Ahora bien, como explica Merleau-Ponty, “así como [el esquema corporal] es relativamente transportable de un dominio sensorial a otro en lo que concierne a los datos de mi propio cuerpo, también es transferible al dominio del otro” (1997: 6). La construcción de intersubjetividad es posible gracias a esa transferibilidad. Y la intersubjetividad, la reciprocidad de las intenciones, da forma a un lenguaje común que, desde la perspectiva fenomenológica, tiene más que ver con la experiencia que tenemos de nuestro cuerpo que con el pensamiento racional. En palabras de Merleau-Ponty, “la lengua común que hablamos es algo así como la corporeidad anónima que comparto con los otros organismos” (1971: 202). 

Ahora bien, el término comunidad tiene, como dijimos, una presencia habitual entre los miembros del sector del CI. Desde la sociología clásica, esta noción es comprendida en oposición a la noción de sociedad. Comunidad y sociedad se enfrentan como lo orgánico a lo mecánico, lo natural a lo artificial, lo horizontal a lo vertical (Santos, 2010). Esta concepción ha modelado una definición tradicional que tiene, como veremos, gran peso en la reflexión y verbalización que los agentes hacen de la comunidad. Lo comunitario está asociado a una forma de organización horizontal y consensuada, a la autonomía con respecto a las premisas que rigen lo societario. De esta manera, la comunidad que nos ocupa no es una comunidad en estos términos y sin embargo mantiene con aquella concepción clásica una relación íntima. Por otro lado, las perspectivas actuales sobre lo comunitario aportan elementos de gran pertinencia para nuestro análisis. Para Pablo de Marinis, luego de la desaparición de las comunidades pre-modernas como consecuencia de la urbanización, la explosión demográfica y el desarrollo industrial, habría en la actualidad una reaparición de la comunidad en la forma de una nueva comunidad post-social. Según su propuesta, estas comunidades están formadas por individuos “que construyen sus identidades y organizan sus opciones vitales manifestando un renovado énfasis sobre los contextos micro-morales de la experiencia” (2005: 23). El autor menciona cuatro características principales de las comunidades post-sociales: la adscripción voluntaria, la no permanencia, la desterritorialización y la pluralidad. En este marco la cuestión de que un grupo de bailarines se autodenomine como comunidad adquiere tonalidades de época.



Somos todos hippies y nos amamos



Como hemos dicho, uno de los objetivos de este trabajo es desentrañar el modo en que la comunidad que estamos analizando opera hacia el grupo que le da lugar y genera prácticas en los agentes. La perspectiva desde la cual abordaremos este análisis es la Teoría de los Campos Sociales elaborada por Pierre Bourdieu. Analizamos el funcionamiento de la comunidad aprovechando la metáfora del juego, utilizada frecuentemente por Bourdieu, y tomando las nociones fundamentales de campo, illusio y capital simbólico. Partimos de la idea de que el CI es un sector dentro del subcampo de la danza, perteneciente al campo artístico6 y que la comunidad es un juego propuesto dentro del sector del CI, articulado alrededor de un capital simbólico específico7.

Una de las primeras reacciones ante la pregunta por la existencia de la comunidad en el transcurso del trabajo de campo es la desestimación: “No hay comunidad”. Esta desestimación es en algunos casos defensiva (el sentimiento de un ataque estigmatizador y develador) y en otros, correctiva (el sentimiento de una apelación a una definición clásica de comunidad que no se corresponde en sus elementos materiales con esta comunidad). La frase que da título a este apartado, pronunciada por una de las bailarinas en anticipación a la primera pregunta de la entrevista -“yo ya sé hacia dónde vos vas, como que hay algo especial y somos todos hippies y nos amamos”- pone en evidencia la cualidad distintiva que tiene la comunidad. Hay un nosotros –que “somos todos hippies y nos amamos”– y un otro –en este caso el sujeto investigador-. Ahora bien, es necesario caracterizar el contexto de aparición de este testimonio para poder analizar la construcción de identidad como un proceso relacional, dado que, como explica Stuart Hall (1998), los términos que designan identidades significan cosas distintas en distintos contextos. En sus palabras, “el mismo término lleva en sí connotaciones bastante diferentes, porque opera dentro de diferentes ‘sistemas de diferencias y equivalencias’. La posición que ocupa dentro de las cadenas de significaciones diferentes, es la que le da su ‘sentido’, y no la correspondencia literal y estricta que existe entre un término aislado y alguna posición indicadora en el espectro de colores” (1998: 53). En este caso en particular, la relación de subalternidad que el campo artístico –que “se ha constituido a sí mismo rechazando o revirtiendo la ley del provecho material” (Bourdieu-Wacquant, 2005: 150)– mantiene con el económico –y el científico, sin dudas- será un fondo ineludible sobre el cual se sostendrán los procesos identitarios al interior del grupo analizado. En los testimonios recogidos se marca una frontera muy clara entre un agente de un campo (en este caso, el artístico) frente a un agente de otro campo (en este caso, el académico). En este marco, la desestimación del término comunidad es una reacción defensiva ante la intromisión de un agente externo con el cual se mantiene una relación de subordinación. Consideramos que en los discursos que se desprenden de algunas de las entrevistas, se deja entrever el conflicto que suscita la presencia de un agente del campo académico que pretende construir con este grupo un objeto de estudio. A la violencia simbólica ineludible de todo acto de cosificación se suma la violencia latente en un vínculo estructuralmente desigual.

El segundo tipo de desestimación, que reacciona a una supuesta apelación a una definición de comunidad que no coincide con esta comunidad particular, se expresa en otro testimonio que explica: “no vivimos juntos ni tenemos una economía colectiva ni compartimos alguna creencia que oriente nuestras vidas, sólo bailamos la misma danza”. Esta caracterización de lo que debería ser una comunidad muestra el peso que tiene aquella definición de comunidad que desarrollamos más arriba. Asimismo, refuerza lo dicho acerca de la relación desigual entre un sujeto y otro. El testimonio es una aclaración de que hay un conocimiento del concepto de comunidad y de que el uso de ese término en este grupo obedece a motivos arbitrarios, que no revisten ningún interés académico y que incluso pertenecen a un ámbito privado. Como enuncia uno de los testimonios, “creo que se usa la palabra livianamente y que nadie está tratando de decir que somos comuneros de nada en particular”. La desestimación es el recurso de reajuste que los agentes llevan a cabo de modo tal que el mundo de sentido construido en torno a la comunidad y al CI se mantenga, sino intacto, al menos estable.

Pareciera ser que el conflicto se aloja en la comunidad en tanto dispositivo generador de una normatividad que tiene efectos concretos en los miembros del grupo. Como expresa Cristina Turdo en una entrevista, “acá hay cierto resquemor, cierto miedo a diferenciarse, como que la comunidad debería ser ‘todos somos iguales’. Hay como un miedo a que [esa dificultad] se ponga en evidencia”. Esa resistencia a evidenciar lo problemático de la pretendida horizontalidad no impide que la comunidad siga apareciendo y su carácter normativo se revele en otros testimonios que expresan que “hay gente que sí está más metida” o que “no es fácil estar en un jam8 si no sentís que pertenecés”. Entonces poner en cuestión la validez del término forma parte de un conjunto de desplazamientos que el juego contempla. La búsqueda de la membresía a la comunidad seguirá activa. 

 

La comunidad jugada



A la hora de analizar cómo se inserta la comunidad en el marco de la práctica del CI es importante diferenciar a aquellos que juegan el juego de la comunidad (tanto a los que ya obtuvieron la membresía como a los que quieren obtenerla y luchan por ella así como a los que intentan subvertir la lógica interna del juego) del resto de los bailarines de CI. Diferenciaremos la participación de los bailarines en la práctica del CI en tanto cuestión formal, del juego de la comunidad en tanto cuestión simbólica. Dentro del sector del CI, compuesto por todos los bailarines de CI, la comunidad será uno de los juegos ofrecidos. Aquellos bailarines que capten lo que está en juego en torno a la comunidad y estén interesados en obtenerlo o desafiarlo, estarán participando del que llamaremos juego de la comunidad.

La posibilidad de empezar a jugar el juego de la comunidad es ofrecida a todos los bailarines de CI. Ese ofrecimiento es llevado a cabo mediante la exhibición de lo que está en juego, que es la membresía. El primer requisito para participar del juego es la illusio, es decir la creencia en el valor de lo que está en juego, el interés en jugar (Bourdieu, 1994: 141). Los que no jueguen serán los que no crean, los indiferentes, los que no comprendan qué es lo que está en juego en el juego de la comunidad9. Ellos constituyen ese exterior del juego que constantemente amenaza con romper la fantasía. Ahora bien, por otro lado encontramos el caso de los que sí comprenden la invitación al juego y el capital simbólico que lo rige, pero aún así deciden no participar. Más allá de las motivaciones particulares que generan el rechazo del juego de la comunidad (por ejemplo, la no identificación con algunas de las prácticas que componen el capital simbólico requerido), observamos que en cualquier caso ese rechazo se explica, en parte, por la no atracción con respecto a la posibilidad de capitalización de una participación en el juego. Sea para lograr la membresía o para subvertir la dinámica del juego e instaurar una nueva recompensa, la participación estará vinculada al registro de un potencial capitalizable, de una relación costo/beneficio favorable, dado que la recompensa obtenida, no sólo se reproduce a sí misma y es operadora de su propia acumulación, sino que a su vez puede sumarse a otros capitales simbólicos requeridos para el desempeño en otros juegos del subcampo de la danza. Si ensayamos una continuación del razonamiento de Bourdieu, podemos postular que las recompensas de esos otros juegos, junto con la membresía a la comunidad del CI, van a conformar un nuevo terreno de disputa con vistas a conseguir la recompensa por antonomasia del campo del arte: lo que en última instancia está en juego es ser o no ser buen bailarín de CI, en definitiva ser o no ser (considerado) un artista. Se trata de un proceso gradual de acumulación de capital que provee recompensas que a su vez son capitalizadas para la obtención de nuevas recompensas. Círculos concéntricos de juegos simbólicos. Pensamos esta dinámica desde lo que Bourdieu llama “economía de las prácticas” (2010: 83), esto es una razón inmanente a las prácticas que no obedece al cálculo consciente ni persigue estratégicamente sus fines y en la que la recompensa no es material necesariamente pero posee un mecanismo que sostiene un sistema de intercambios donde hay ganancias y pérdidas. Ahora bien, no debe cometerse el error de analizar los beneficios que concede el campo en términos economicistas. El campo artístico, como explica Bourdieu, se rige por leyes que no son las del campo económico. Los capitales en juego y los premios otorgados, por ende, no pueden ser comprendidos si no adoptamos una noción de interés que sea particular del campo en cuestión.

Aquí vale hacer una aclaración. La comunidad no es un grupo compuesto por determinados bailarines, sino que es el dispositivo, una determinada discursividad, una determinada ritualidad. Ese dispositivo va a operar en y a través de los agentes, pero no se trata de que ellos lleven a cabo sus acciones respondiendo a una estrategia racional. Entonces, la comunidad no es la suma de sus supuestos integrantes, sino un entorno nuevo, que los atraviesa y convierte en miembros en tanto ellos se desenvuelven en su órbita. Lo colectivo suspende y recombina lo individual. No hay nombres propios. La comunidad opera de forma circular en una dinámica de retroalimentación que configura un adentro y un afuera con límites claros.

La obtención de la membresía a la comunidad va a estar asociada a la acumulación y exhibición de un capital simbólico específico. A partir de los testimonios recogidos en el trabajo de campo y de mi propia experiencia como bailarina de CI, propondremos una caracterización de dicho capital simbólico a partir de resaltar un conjunto de elementos que lo componen. Uno de esos elementos será la asistencia. Tomar más de una clase y sobre todo asistir a los jams y performances será un elemento muy capitalizable, ya que permitirá tejer vínculos y ser reconocido por los pares. Otro elemento que compone este capital simbólico es la destreza. No es la misma destreza de otras formas de danza con técnicas más rígidas, sino una destreza particular que pone el acento en la fluidez, la naturalidad y, por lo que diremos a continuación, la espontaneidad de la improvisación. En tercer lugar, encontramos la definición de un criterio de validación que imprime el vínculo que cada agente tiene con la práctica del CI. Para ilustrar esto tomaremos un testimonio recogido de un grupo Yahoo que nuclea a bailarines de CI de Argentina y del cual la gran mayoría de los miembros del grupo muestra forma parte y ha destacado como un espacio importante para compartir información. En uno de los intercambios, un bailarín responde a una convocatoria a un jam que coincide en día y horario con un partido amistoso de la Selección Argentina de fútbol con un mensaje que dice “oh! qué dilema! Paxton o Messi?”10. La respuesta de otro bailarín y docente es “Paxton, sin duda, es más verdadero”. La apelación a un mayor valor de verdad y, por lo tanto, a un mayor bien (un bien común), constituye un modo de vincularse con la práctica que va a permitir establecer barreras de entrada para la obtención de la membresía. A la hora de exhibir algún elemento de los que estamos caracterizando –por ejemplo, la mencionada espontaneidad-, este criterio de validación generará tomas de posición que arbitrarán la correspondencia o no de una membresía (“¿es o no es espontáneo?”). Un cuarto elemento que podemos distinguir en la composición del capital simbólico específico de esta comunidad es lo que llamaremos una sexualidad sublimada11. El CI es una forma de danza que muchas veces se caracteriza como de gran contenido sexual. Es una danza de contacto, que puede involucrar a dos o más personas que pondrán su cuerpo entero a disposición para la práctica. El CI implica un uso del cuerpo en una modalidad sexualizada pero al servicio de la danza. Ese límite entre estar al servicio de la danza y estar al servicio de la propia sexualidad está asimismo sometido a aquel criterio de validación que mencionamos más arriba. Un último elemento que distinguimos en la composición de este capital simbólico es lo que refiere a un específico estilo de vida. La alimentación (Cristina Turdo explica que “la mayoría no fuma, muchos comen orgánico”), las prácticas como meditación, yoga y artes marciales, y cuestiones de estilo como una manera de vestir y una gestualidad modelan la ética y la estética del grupo.

Como hemos remarcado, el proceso de acumulación de capital es inseparable de la exhibición del mismo. Y la exhibición “es uno de los mecanismos que hacen (sin duda universalmente) que el capital vaya al capital” (Bourdieu, 1980: 190). Los espacios privilegiados para la exhibición de capital simbólico en el sector del CI son los jams y los círculos de apertura/cierre12. En el caso de los jams, el despliegue llega a un punto cúlmine. Sin la guía de un docente, los bailarines pueden jugar con sus fortalezas. El mayor grado de conflictividad vinculada al sentido de pertenencia, a la definición de límites entre un adentro y un afuera y a las disputas de sentido se encuentra en los jams. En el testimonio de uno de los entrevistados aparece con mucha consistencia el modo en que esa disputa se materializa: “Estás por ahí experimentando con alguien y viene uno con otro trepado haciendo tipo bufanda y vos obviamente que tenés que correrte porque sino te llevan puesto. Y eso lo siento como una prepotencia, como una violencia. Porque estamos compartiendo espacios. Si no entra hacer eso, no entra. Entonces a veces siento eso, como cierta cosa de decir ‘esto es contact y este contact pesa más que ese’”. Por su parte, los círculos de apertura/cierre también aportan una instancia muy valiosa de exhibición y ponen en juego disputas similares. Por ser los depositarios de lo verbal que suele no estar presente en las instancias de danza propiamente dicha, implican una elaboración particular de la legitimidad. Como cuenta Cristina Turdo, “Por ejemplo, vos vas a EEUU y en un círculo alguien toma la palabra, alguien que tiene otro rol dentro de la comunidad, y no está tan mal visto. Acá…viste…La horizontalidad total no existe”.



A modo de conclusión



La cualidad conflictiva de lo comunitario, las disputas a las que da lugar, su carácter “polisémico, multiabarcante y transversal” (Gurrutxaga Abad, 2010: 52) imprimen estas reflexiones y sugieren ramificaciones hacia otros fenómenos de nuestra época. En simultáneo, la comunidad da forma a una rutina, estructura las prácticas de los agentes de manera que ellas aparezcan como naturales para ellos. Neutraliza aquellas contradicciones y allí radica su eficacia como dispositivo. Porque la vivencia de la comunidad encuentra su sentido en el nivel práctico. Ese nivel práctico se ve suspendido provisoriamente por las operaciones del pensamiento racional como las que este trabajo de campo generó. Esta suspensión de la comunidad es no sólo momentánea dado que como sabemos los sujetos no reflexionan continuamente sobre sus acciones sino que actúan, sino además insuficiente para generar una modificación de las reglas internas del juego.

Ahora bien, las tensiones que la comunidad genera se alimentan, en gran medida, de los sentidos asociados a lo comunitario, tanto en función de aquella definición tradicional que mencionamos como de las nuevas definiciones de las comunidades post sociales. Entonces retomamos la pregunta que se hace de Marinis: “¿Tiene sentido seguir usando el término comunidad cuando se manifiesta tal diversidad empírica de ‘comunidades realmente existentes’, es decir, cuando comunidad parece ser el nombre que se le puede poner a prácticamente cualquier agrupamiento humano?” (2005: 28). Atendiendo a las características particulares que el término adquiere en el grupo analizado podría parecer una posibilidad. Quizá si no se definieran a sí mismos como comunidad, la sensación de no pertenecer no sería vivida tan conflictivamente y podría habilitarse una aceptación de la normatividad que el grupo construye y sobre la que se sostiene sin que eso genere crisis. Pero el término comunidad posee una emotividad que otros términos propuestos por los entrevistados como posibles alternativas, como red o tribu urbana, no tienen. De Marinis advierte que “comunidad fue siempre […] palabra de lucha y de invocación de lo que es imperioso hacer, de denuncia de lo que falta, escasea o se ha perdido, y de conjuro de los cuantiosos males existentes” (2010: 7). Hay una mistificación que imprime a la noción de comunidad y la conecta fuertemente con las premisas del CI. La idea de construir un ámbito de contención, de escucha, de igualdad es parte fundamental de la propuesta filosófica del CI. Lo que sucede es que hay una fractura que surge en el encuentro de un discurso que retoma el proyecto comunitario tradicional por lo menos en la expresión de sus ideales y un territorio de prácticas en el que esa comunidad reclama un capital simbólico que, por supuesto, no todos tienen y que además es velado en tanto tal. Dicha fractura, puesta en evidencia, genera tensiones, crisis y una percepción problemática y distorsionada de la comunidad para consigo misma. Pero estas crisis no deben ser analizadas desde la marcación de una carencia. El proceso de construcción de identidad de este grupo no debe interpretarse como una versión defectuosa de un modelo ideal, sino como una elaboración particular y dinámica, dado que justamente esas tensiones, esas crisis, esa conflictividad son un fructífero punto de partida para analizar qué configuraciones posibles adquiere lo comunitario hoy, qué tipo de experiencias habilita, y nutrir ese imaginario en el que la definición tradicional de comunidad tanto peso tiene con sentidos nuevos, anclados en la experiencia particular de los grupos en la coyuntura actual. 




NOTAS

1   Este trabajo se desprende de mi tesina de grado de la carrera de Ciencias de la Comunicación Social, titulada “Somos todos hippies y nos amamos. La noción de comunidad en un grupo de bailarines de Contact Improvisación”, entregada en octubre de 2011 y actualmente en instancia de evaluación.

2   Bourdieu explica que “los individuos […] existen como agentes—y no como individuos biológicos, actores o sujetos— que están socialmente constituidos en tanto que activos y actuantes en el campo en consideración por el hecho de que poseen las propiedades necesarias para ser efectivos, para producir efectos, en dicho campo” (2005: 163). Esto es importante a los fines de comprender que no estaremos hablando de individuos particulares sino de agentes en tanto posiciones activas y actuantes en un campo determinado y que se definen por su actividad en ese campo en tanto operadores prácticos de un habitus.

3   La noción de capital simbólico será de gran importancia en el desarrollo de nuestra argumentación. Pertenece a la Teoría de los Campos Sociales desarrollada por Pierre Bourdieu y será explicada en el apartado 2, junto con la noción de campo.

4   Esto es, que la acumulación y exhibición del capital simbólico reclamado por el que llamaremos juego de la comunidad va a estar orientado a la obtención del estatuto de miembro de la comunidad. El devenir  miembro brindará recursos para reproducir la lógica interna del juego o subvertirla.

5   Los testimonios pertenecientes a Cristina Turdo y a los demás bailarines de CI citados en este trabajo fueron recogidos en entrevistas individuales y grupales realizadas durante el trabajo de campo llevado a cabo para la elaboración de la mencionada tesina.

6   Para Bourdieu (2005), el campo es una red o una configuración de relaciones objetivas entre posiciones. Es decir que hay posiciones, dependientes de las condiciones materiales de existencia, y hay relaciones entre estas. Cada individuo, en función de sus condiciones de existencia, será portador de un habitus que le brindará herramientas para interpretar un campo, detectar qué es lo que está en juego, sentirse o no impulsado a participar y tener determinada toma de posición dependiendo de cuáles sean las relaciones que allí se establezcan.

7   Bourdieu (1994) explica que al interior de cada campo se configura una lógica de circulación de capitales simbólicos, esto es de capitales sociales investidos de un valor por los agentes, legitimados y presentados como los capitales por los que vale la pena luchar.

8   Los jams de CI son espacios de danza con pautas similares a los jams de música o de escritura. Se trata de encuentros danza abiertos en los cuales los bailarines pueden participar bailando u observando. Los jams duran generalmente tres o cuatro horas y los bailarines pueden entrar y salir en cualquier momento. Algunos son completamente libres en cuanto a lo formal, otros proponen consignas de improvisación más específicas.

9   Más allá de que, desde luego, creen en lo que está en juego en el sector del CI. Campo e illusio se implican mutuamente. En este sentido, necesariamente cada miembro de este sector tendrá una illusio, una creencia. Pero esa creencia estará dirigida al valor de lo que está en juego en el sector del CI, en el subcampo de la danza, en el campo artístico. En ese sentido, diferenciamos el juego del CI del juego de la comunidad, inserto en el primero.

10   Steve Paxton es considerado el creador del CI. Bailarín y acróbata estadounidense, fue el que motorizó la formación de los primeros grupos de performance y hasta el día de hoy es un referente fundamental de esta forma de danza.

11   Freud (1948) define el concepto de sublimación en relación con la maduración de la sexualidad como el proceso mediante el cual “es proporcionada una derivación y una utilización, en campos distintos, a las excitaciones de energía excesiva, procedentes de las diversas fuentes de la sexualidad. […] Hállase aquí, sin duda, una de las fuentes de la actividad artística” (1948: 830). Es decir que se opera un redireccionamiento de la energía psíquica que el estímulo sexual provee hacia otros fines.

12   Las clases comienzan y finalizan con un círculo de reunión, un encuentro grupal en el centro de la sala en el cual los concurrentes pueden compartir experiencias vinculadas a la danza, hacer preguntas, anuncios, sugerencias. Los círculos de apertura/cierre funcionan como el espacio dedicado a un intercambio verbal grupal organizado.




Bibliografía

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miércoles, 2 de enero de 2013

Revista Sinécdoque N° 3 Cuento: "Vos no te moriste, Santos" (Escribe Elizabeth Lerner)




Cuentos              .


Vos no te moriste, Santos
Escribe Elizabeth Lerner

Conservo las fotos. Las tengo aquí, sobre mi mesa de trabajo. Casi todas están escritas en el reverso: “Cerro San Antonio-Piriápolis-ROU-3-1-1962”, “Playa Chica-Mar del Plata-23-1-1957”. En Piriápolis, en el 62, Santos está con Vázquez y Miranda. Los tres un poco retraídos en la sonrisa, en el ademán. Si los miro bien, con la luz blanca del tubo, no con la cálida del velador, los distingo realmente duros. Los tres miran a la cámara, supongo que a Samy, que estaría sacando la foto, pero los tres tienen como un tic fijo. Digo, es una foto, entonces no puedo asegurar que haya, verdaderamente un tic. Pero si pudiera moverse, es claro que Santos hablaría con las manos en la espalda, sin mostrarlas nunca, ahí, bien cruzadas en el inicio del pantalón. Vázquez tiene los brazos colgantes, a los lados del cuerpo. Parece, en un primer vistazo, una postura laxa pero si insisto con la buena iluminación y los anteojos de cerca, distingo la mano derecha cerrada en puño, la izquierda bien alerta, casi como si estuviera a punto de desenfundar un arma. Los brazos de Miranda están cruzados sobre el pecho y fingen descanso. Los tres están al pie de un precipicio. Detrás, una franja de río, unas pocas casas y en último plano, nebulosos, los cerros. Parecen no desear ese lugar bucólico pero allí están. Y francamente no había nada real de qué preocuparse. Es sólo que, después de siete años, las postales de Clara seguían llegando.
Santos estaba casado con María Elsa. En el 59, creo, fue la boda. Y eso que Santos esperó a Clara todo lo que pudo. Quiero decir que esperó que ella se curara, si es que lo que tenía se podía llamar enfermedad. En realidad, la había esperado toda una vida. Por ejemplo acá, en ésta del año 53. Tendrían quince o dieciséis años. Santos en el medio de Clara y María Elsa, de traje oscuro. Si recortás a María Elsa, esa figura abultada, erróneamente vestida de blanco y dejás solamente a Santos y a Clara, tenés la foto de dos actores de cine. No miento. Dos actores de Hollywood. Pero Clara siempre tenía algún gesto escondido. Digo, ella siempre dejó pistas de que algo podía suceder: algo fuera de lo común, algo de lo que las familias no hablan porque no saben ni cómo empezar a explicarlo. Es que para las acciones de Clara, y no es por exagerar, habría que inventar un nombre nuevo.
En la foto de Playa Chica todavía no habían pasado dos años. Clara está sola, ya con el pelo corto, muy delgada, una mano atrás de la cadera, la otra al costado del cuerpo. Parada en el murallón de piedra, con una franja de mar a su derecha y otra de pasto a su izquierda, sonríe y muestra los dientes. Pero los muestra demasiado. Sé que tengo la ventaja del tiempo y que puedo ver las fotos a la luz de una historia que conozco. Sé que me jacto de interpretar gestos y posturas porque ya conozco el final. Es como leer un libro por segunda vez y descubrir los indicios que en la primera lectura habíamos pasado por alto. La de Clara no era una sonrisa natural. Supongo que la foto la habrían sacado Susy o Perla, las hermanas, que eran las únicas que soportaban a Clara, después del tema aquél.
Y Vázquez y Miranda hoy lo niegan pero yo estoy seguro de que Santos y Clara estaban comprometidos en secreto. Mirala a ella acá, preciosa, con esos zapatos de taco fino. Y ella se hacía toda la ropa. Desde chica había estudiado corte y hasta cosía para afuera. En los ratos libres se armaba todo el guardarropa, y de primera. Era muy ordenada Clara con sus cosas. Muy pulcra. Y ahorrativa. Digo, mirá ese vestido. Yo no sé de telas pero vos fijate que la foto ésta es de marzo del 48. Era una nena casi, aunque parece mucho más. Lo del padre había sido hacía muy poco, y está vestida como una reina. No tenían mucho. Fue tan repentino lo de Morales, era tan joven. Pero sabés que a él, al padre, nunca le dejó flores. Eso me lo contaron ya varias veces. Nunca, nada. Estaba empecinada con aquello otro y no había manera de hacerla entrar en razón. Yo no sé qué pretendía Clara de Santos. No sé. Los delirios de una chica que de tan jovencita se hizo sola, andá a saber qué habrá pasado por esa cabeza. Es que hay algunos amores que son antihigiénicos, mirá. Quiero decir que Clara y Santos se conocían desde muy nenes. Llega un momento, en la vida de un hombre, en que hay que hacer un giro. Hay que salir para volver con la cabeza despejada a la mujer que uno realmente quiere. Pero Santos no. Nunca quiso ir con ninguna otra. Y eso que no le faltaban oportunidades ni amigos que lo lleváramos de copas. Pero Clara era todo para él. Y Clara era intocable, pero literalmente. Y vos sabés que cuando el cuerpo no descarga, le entran los miedos. A un hombre como Santos, verlo llorar. Un tipo como él, mirar atrás y arrepentirse. Digo yo, ¿de qué? ¿De salvarse el propio pellejo? Si llegó a decir que hubiera preferido morirse, ahí en la plaza. Yo lo escuché, en la despedida de solteros. Contó todo lo de ese día y, sí, estaba borracho pero lloraba de verdad y repetía, pobre diablo, que hubiera preferido morirse con los otros trescientos, ahí nomás en la plaza. Y qué querés que te diga, para mí, era un héroe. Para mí, eligió bien. Hay otras formas de pasar a la gloria, ¿sabés? No hace falta dejarse matar. Hoy María Elsa vive de la pensión y si él se hubiera muerto en la plaza, con una bomba o del susto, como les pasó a algunos, nunca se hubiera casado con María Elsa, y nunca le hubiera dado una vida a esa pobre mujer que, para ser justos, si Santos no la elegía, estaba destinada a la soledad.
Pero para hablar de Clara, yo ya te dije, habría que inventar palabras nuevas. ¿Quién era esta mujer? No sé, cada foto me habla de una Clara distinta, cada vez más alejada. Estas dos son más recientes. No tienen fecha pero les calculo el 68, el 69 máximo. Sí, porque a ella en el 68 se le ocurrió hacer el viaje sola. Y ahorró la plata y se compró el pasaje. Se contrató una excursión. Veinte días, dieciocho noches. Europa clásica. Y a Santos le mandó esta foto. Y fue el desencadenante para mí. ¿Sabés por qué? Porque cuando él se enteró que ella se iba de viaje, se alegró. Pobre iluso, pensó que Clarita ya estaría curada y que el viaje era el signo más claro de ese estado. Por eso, al tiempo de recibir esta foto –Barcelona (sin fecha)– y al dorso esas palabras malditas escritas hasta el absurdo, no sólo en la postal de Europa sino en todas y cada una de las cartas, fotos y postales que Clara le envió a Santos después de junio del 55, hizo lo que se sabe que hizo.
Un poco después le sacaron esta otra.  Está desafiante, amarrando con su mano a esa nenita fea y masculina que había tomado bajo su protección. Mirala bien con ese vestido a cuadros y ese ojo único, el que el mechón negro no le cubrió, mirala en una calle perdida, un domingo cualquiera. Ése, ése era el momento. Estaba esperando seguramente que se hiciera la hora de cambiarse la ropa por algo negro y tomar el ciento once para bajarse ahí donde se bajaba puntualmente todos los domingos a la tarde. Para bajarse y entrar con las flores, desafiante, te dije, como una viuda, entrar al cementerio con esos claveles blancos.
Ella deposita flores. Busca con paciencia las fechas de la muerte y es precisa, paciente, ordenada. Sabe bien que sólo merecerán los claveles los muertos ese día del 55, ni un día más, ni un día menos. Claro que es ridículo, claro que no tiene forma de saber cómo y dónde murieron. Pero para Clara hay que inventar nuevos adjetivos, nuevos verbos. No conoce ni uno de los nombres que cubre con las flores. El luto persiste, después de tantos años. El luto falso, ridículo, ¿me entendés? El luto, pero al revés. “Vos no te moriste, Santos”, recita, autómata, cada vez que estira las manos sobre la piedra gris.
Y a Santos esas palabras lo mataron, pero en serio. Por eso yo me pregunto si de verdad no murió como un héroe. Se escapó del bombardeo, sí. Y dejó atrás a unos cuantos. Los dejó porque corrió y porque se escondió y porque tuvo un miedo horrible que le salvó la vida. Pero mirá la de Piriápolis. Mirá esos ojos ya gastados de tanto leer y escuchar las palabras malditas. Por eso te digo, hay otras formas de pasar a la historia, pero nadie las conoce, nadie les da importancia.
¿Ella? No sé bien. Me dicen que vive. Que sigue yendo al cementerio. Otros dicen que murió. Yo conservo la última foto que le sacaron antes de la tragedia de Santos. Buenos Aires, febrero del 69, apenas llegada de Europa. Está sonriente, demasiado, como quien ha cumplido con una misión y lo sabe. Mientras baila, ¿la ves?, sonríe. Demasiado.