lunes, 29 de agosto de 2011

Revista Sinécdoque Nº1 | "Sin música de fondo" (Escribe Sofía Conti)


Sin música
de fondo
Escribe Sofía Conti

L
a doña no sabía que se iba a morir tan pronto. Pero así sucedió, cortito y seco como patada de bebé. Ella había hablado con los chicos algunos días antes. Nadie entendió, la vieja estaba loca. Tenía la costumbre de ritualizarlo todo, un misticismo ganado a duras penas en la tierra del trabajo, donde el único consuelo era, inevitablemente, la magia.
Últimamente les hablaba despacio, arrastrando las palabras como la cola de una novia.
-La vieja está en off, está pausada, está medio en trance, no?
Los chiquitos habían ido a la escuela como toda la semana; hoy particularmente hizo un frío duro, intenso, que dejó las plantas curtidas y las macetas con manchas de tierra seca. Parecía una premonición, un aviso reiterado, una publicidad emergente que llamaba desde hace días.
-Che, dejaste la camisa al sol, ¡la ropa se cuelga a la sombra! A la sombra del
Señor.
Le dijo al chiquito que la miraba, opacado por esa figura extensa que se ampliaba sobre el cordel. Le parecía un animal, algo austero, sin pelo, lleno de escamas, con la piel endurecida por el sacrificio y la resignación. La vieja les dedicaba esta austeridad como una canción que repetía, y repetía. Para ella el paso por el mundo tenía que ver con la guerra con uno mismo. Reservar el odio interno como algo a futuro para los pibes.
-¡Agachá la jeta! -le decía al pendejo-. Cuando te hablo, agacha la jeta!
Y él la miraba, sobresaliente, como una figura que se escapa del cuadro, él estaba en color, ella en sepia. Sentía el peso de su historia adentro, algo negro que se le escurría entre la sangre. A veces sola, en su cama, miraba el techo venido a menos, desde la falta de su esposo. Respiraba hondo y se dejaba estar, apoyando la vista en el laurel seco que colgaba de uno de los cuadros del general Perón. El olor a eucalipto y la luz siempre modesta como una bandera a media asta, hacían de su cuarto algo muy parecido a una  cueva húmeda. A ella las paredes anchas le daban alivio. Se sentía, otra vez, adentro de algo.
Hacía unos días que los había reunido a los chicos, en la mesa les dijo muchas cosas que empezaban con SIEMPRE. Dejaba la boca abierta como una palangana, y empujaba la voz para afuera, como si ese caudal necesitara de una ayuda extra:
-Vieja no te quejes más, por favor
-Che, ¡calláte la boca, mocoso! Mirá que si yo no estoy, el de arriba te va a atender mejor que yo, eh.
La doña no sabía que se iba a morir tan pronto, pero sí había dejado pasar varios avisos que se le venían encima con el cartel de lo Inevitable.
Ese día el frío calaba hondo en el cuerpo de los chiquitos que se acurrucaban entre sí para hacerle frente a la dureza del viento. La  tierra de la calle no les dejaba ver bien, y se frotaban los ojos, ellos, mientras se avergonzaban un poco de tener siempre las manos sucias. ¿Cómo hacían los otros pibes para estar limpios?, ¿cómo hacían, ellos, los otros para hablar de cosas que nunca los involucraban?
-La vieja, la vieja tiene la culpa. Parece un caballo enojado con el mundo. Y nosotros nos tenemos que bancar eso.
La vieja estaba siempre arrastrando un halo de tristeza, y para los chicos eso se podía oler, como si hiciera marcas invisibles de angustia en cada lugar por donde pasara. Ese día la escarcha había dejado una patina de brillo en el cordón de la vereda, la ruda se había quemado, y la cuadra parecía una habitación vacía, sin muebles, y sin sonido. Los chiquitos llegaron arrastrando sus zapatillas de plástico negras, antes de entrar se patinaron, y largaron una puteada al aire que cayó con aplomo sobre las baldosas grises. Parecían dos guerreros de  barro en retirada, con la punta de la lanza negra, exhaustos.
Pasaron la galería de malvones intentando no pisar las líneas que unían las baldosas amarillas. Pensaron: “que lindo seria tener un perro”, y no mucho más. Cuando el primero abrió la puerta caminó despacio, como un animal olfateando el territorio. Era raro. Fue directo al cuarto de la vieja. La vio tumbada abarcando la totalidad de la cama. Estaba rígida. Los ojos le habían quedado nerviosos, como si hubiese querido luchar con algún fantasma antes de morirse. El pibe se quedó unos segundos golpeado por la imagen de su madre. Estaba visiblemente dura. El olor a eucalipto le revolvió un poco la panza, y cerró la puerta. El otro pibe todavía estaba en la entrada. Se sintió avisado por la rareza del silencio.
Cuando vio volver a su hermano, después de un rato, pensó en el perro. Quería uno que tuviese mucho pelo. También pensó en ese espantoso olor a eucalipto, lo iba a sacar, iba a limpiar mucho. Pensó que no le importaba refregar toda su vida el piso, con tal de sacar  las marcas de la vieja.
Estaba sucio, se volvió a acordar de la vergüenza y la secuencia de los próximos días le dieron un poco de cansancio. Tenía los ojos brillantes, de un negro felino.
El hermano lo tomó del hombro y salieron despacio, tratando de no pisar las líneas que juntaban las baldosas.

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