Navidad con los Fernández
Escribe Santiago Mazzuchini
Mamá está sentada en la mesa. Su mano izquierda juega revolviendo el maní con chocolate que puso en el plato hondo. Tiene la mano derecha hundida en la cara y con el codo desliza poco a poco el mantel color verde, tipo arbolito de navidad. Yo tengo miedo de que se vaya todo a la mierda, las copas largas, el vitel toné, el matambre, el vino tinto, todo arrastrado por el mantel. Desde la muerte de papá, nunca había puesto una mesa así, tan recargada de comida. Le digo que quizá Fernández se retrasó, pregunto si quiere que lo llame, “no, no creo que venga”. Mi mamá es de esas personas que habla con fuerza. Cuando grita o tiene ganas de decir algo, uno siente como si estuviera frente a un parlante con AC/DC sonando. Pero ahora está apagada, aunque el tipo hace rato que no viene por casa. Papá siempre decía, esta mierda de la navidad sirve para que uno se acuerde de todos los que no aparecieron durante el año, incluso de los que te garcaron.
Son las diez de la noche, el ruido de los cohetes se confunde con los tiros, agarro los platos para empezar a comer. Arrancamos por el matambre. Me sirvo vino, a mi mamá le doy agua para que tome su pastilla. Suena el timbre, me levanto. Es Fernández, le grito a mi vieja desde la cocina. Apenas vuelvo al comedor, veo que sale despedida de la silla, se acomoda la pollera larga floreada, se pone los zapatos negros con medio taco que tenía tirados bajo la mesa y se estira un poco la remerita de manga corta. Me dice que quiere ir al baño a arreglarse. Yo no quiero abrirle a Fernández. Le digo por el portero que espere, que ya baja mamá. Tomo un trago de vino y me siento a esperar. No pasan más de tres minutos, mamá por el pasillo corriendo, vuelve sobre sus pasos y agarra las llaves de la mesita de vidrio que está entre los sillones y la mesa principal.
Escucho el ruido de la puerta del ascensor. Las voces se acercan, se oye una tercera voz. Lleno mi segunda copa de vino y tomo aliento para recibir al desconocido. Ruido de llaves. Aparece mamá, atrás lo veo a Fernández, con un traje blanco ridículo, parece Don Johnson en División Miami. El tercero, es en realidad una tercera. La veo y casi se me cae la copa. Verónica, con un vestido azul hermoso, pegado al cuerpo. Siempre me gustó su pelo lacio, oscuro y brilloso. Me mira con sus ojos color miel, no puedo evitar levantarme a saludarla. Don Johnson se me interpone y me da la mano, me mira fijo, como si supiera todo lo que pienso de su hija. Vero me abraza y mira de reojo a su papá, que ya está sentado sirviéndose vino mientras charla con mamá. Me da un beso, casi en la comisura de los labios, como ese día que salimos por primera y única vez. Fernández le clava la mirada, ella se dirige hacia él y se sienta a su lado. Comienzan a hablarse al oído.
Voy al baño a mojarme la cara, el vino empezó a pegarme un poco. La cara frente al espejo, me veo medio ojeroso. Pienso en la mirada de Fernández cuando me saludó, empiezo a creer que quizá se enteró que salí con su hija. En ese caso yo sería el culpable de que no viniera más a casa, y de que casi no venga hoy. Pobre mamá, que malo que soy, justo a la hija de Fernández. Seguramente el tipo discutió con Vero, quizá lo supo todo el tiempo y explotó hoy y de ahí que hayan tardado tanto en venir. Puede que ella lo haya acompañado por miedo a que me haga algo. Decido dejar de maquinar y me mojo la cara y el pelo.
Vuelvo a la mesa, Vero me mira y sonríe. Mamá parece una nena que ya abrió el regalo de navidad y le dieron lo que pidió. Fernández se prende un toscano, clava los ojos en su hija, luego me mira. Parece un faro que va y viene. Yo no sé de qué disfrazarme, de Papa Noel, sí claro. Me iría a repartir regalos, pero no con renos sino con mi Renault. Esos chistes de papá, en situaciones incómodas siempre me vienen a la cabeza.
Se hicieron las doce y brindamos. Abrazo con Vero, quizá por un encuentro más este año. Se lo digo al oído y se ríe. Mamá me agarra los dos cachetes, como si tuviera doce años. Me da dos besos, uno en cada mejilla. Fernández me abraza y me da unas palmadas, el acto de falsedad más grande de la noche. Como en todos los brindis de navidad, siempre hay que saludar a algún pelotudo.
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