lunes, 25 de julio de 2011

Revista Sinécdoque Nº1 | "El gaitero de Paternal" (Escribe Santiago Mazzuchini)

EL GAITERO
DE PATERNAL
Escribe Santiago Mazzuchini

Le voy a contar oficial, al gaitero lo conocí en la pensión. Era un lugar piola, lleno de minas solteronas. Uno de esos caserones con el techo alto y hecho mierda por la humedad. Apenas uno entraba, caminaba por un pasillito y se metía en un patio enorme, casi tan grande como el Fantástico bailable. Las piezas eran chicas, pero estaban bien, total yo sólo estaba de paso. Me quedaba a unas quince cuadras de la casa de ella. Lo de Norma ya era definitivo, sabía que no iba a volver conmigo, pero por lo menos iba a  tenerla cerca. Ya estaba enterado de que andaba con otro. Quería verle la cara a ese hijo de puta, agarrarlo con las manos en la masa antes de juntar plata para irme del barrio.

Cuando lo vi al gaitero me sorprendió, esperaba a uno de esos aputazados que usa pollera y esas cosas, pero no, era un hippie nomás. Más joven que yo, usaba un jean gastado, una camisa de gitano (tenía un armario lleno de esas) y alpargatas azules. Yo había pedido que me hicieran una cama en la pieza de él, así que fuimos compañeros de habitación. La primera noche, ni ruido hacía, el flaco era como un fiambre. Si le preguntaba algo me contestaba con un sí o un no. No sabía si era así en serio o tenía cola de paja el tipo, igual era raro, nadie me conocía y no se podía enterar qué andaba buscándolo a él. A medida que pasaron los días, a veces teníamos alguna conversación sobre si estaba caluroso o hacía frío y todas esas boludeces que las personas hablan cuando no saben bien qué carajo decir. Cuando nos íbamos a dormir yo me quedaba mirándolo en la oscuridad, me sorprendía que casi siempre tenía los ojos abiertos, como mirando el techo. No sé si ese hombre alguna vez pegó un ojo. Día por medio, me levantaba a la mañana y lo veía sentado limpiando la gaita mientras se tomaba un mate cocido y comía un pedazo de pan. Parecía una figurita repetida, la posición siempre igual, como un soldado paranoico de guardia, y me miraba con esos ojos que tenían derrames por todos lados. El dueño de la pensión me contó que cuando todos nos íbamos con el diario bajo el brazo a buscar una changa, aprovechaba para tocar, porque a la noche a todos les rompía un poco las pelotas el ruido. “¿De qué vive el gaitero?”, le preguntaba a los muchachos de la pensión. “De las namis vive”, me respondían como fascinados, y yo pensaba en Norma de toque.

Salía a recorrer la capital para buscar laburo pero no me podía concentrar, caminaba y caminaba pensando en dónde estaba ella. La cosa es que al tipo se lo respetaba, y a mi me ponía loco no saber qué carajo podía tener ese hombre flacucho que andaba con un tufo a chivo insoportable y los pelos revueltos como si fuera un pajero. Siempre que volvía, ahí estaba, sentado en el patio hablando con el dueño de la pensión, con el instrumento ese encima y un sanguchito. Los domingos, entre birra y birra y al ritmo de unas cumbias se armaban altos bailes. A veces, cuando la cosa venía medio muerta, el dueño de la pensión le pedía al gaitero que tocara, porque ahí se venían todas las mujeres de Paternal. Había que renovar el plantel de minitas vio. ¡La cosa es que se cortaba la calle! Así se armaba el carnaval, al ritmo de las melodías locas del quía. Bueno, no sé si usted conoce el barrio oficial, pero eran unas fiestas conocidas por todos los vecinos. Cuando lo vi tocar por primera vez, ahí me di cuenta porqué se lo respetaba. Agarraba la gaita y apenas tocaba unas notas las minas se le iban al humo, parecía que estaban poseídas con el ritmo del gallego ese. A mi se me aceleraba el bombo y la rabia me carcomía el estómago. Pero como le decía, venían las minitas de todo el barrio a bailotear con él, hasta algunas se fueron a vivir a la pensión sólo para tenerlo al tipo más cerca. Cada tanto aparecía algún cornudo llorando por su ex mujer en la puerta de la pensión y lo teníamos que cagar un poco a trompadas. No le voy a negar que me sentía un poquito identificado con los tipos esos, pero que che le va cher, yo hacía la mía. Muchas de las loquitas se la pasaban en la pieza y de vez en cuando me movía alguna. El gaitero me estaba facilitando las cosas. Él se hacía respetar, pero me había sacado a la Norma, la más linda de todas. Lo que a mí me había costaba un perú, al tipo ni lo movía. Una vez hablamos del tema con los muchachos de la pensión. Les costaba largar cosas sobre el gaitero. Cuando hablaban de él se fijaban que no anduviera por el lugar escuchando. Pero ese día les tiré la lengua. “Para mí es la gaita” me dijo uno, “es como la historia del flautista de Hamelin, pero en vez de ratas con minitas”. A mi me pareció una pelotudez, la mala merca le estaba pegando duro a los muchachos. Después tuve que arrepentirme por pensar eso.   

Estuve unos días más déle a soportar los gritos, la gaita y la concha de la lora, hasta tenía que quedarme afuera de la pieza por sus orgías. Ya no me calentaban esas putas, la seguía extrañando. Ese día, el 30 de Abril, cumplíamos 15 años de casados. Así que me fui a la casa cebado. Llamé a la puerta con tanta fuerza que casi se la tiro abajo, pero la muy puta no estaba o no me había querido atender. Ya venía cansado de que no me hablara, de no saber en qué andaba, si seguía con él o capaz la tenía secuestrada, ya había empezado a maquinarme. Cuando me estaba yendo, empecé a sentir la melodía del gaitero en la cabeza. El corazón me empezó a latir como un bombo de nuevo, como ese día de la fiesta, y me fui corriendo hasta la pensión. Cuando llegué al patio, la música del gaitero ya no me retumbaba. Me acerqué hasta la puerta de la pieza, de ahí salía un olor a perfume muy fuerte, como el que usaba Norma. La luz estaba prendida y por la cortina vi la silueta de una mujer. Metí el ojo por la cerradura, él estaba sentado en la cama con sus patas flacas colgando, las movía como si fuera el Topo Gigio. Ella estaba arriba, le podía ver esa espalda hermosa que tenía tapando el cuerpito de mierda del gaitero, que se movía como un comuñe. Ella empezó a gritar como loca, lo cabalgaba con violencia, como en nuestros mejores momentos. La luz del velador le daba a la pieza un ambiente de telo y hacía brillar el colgante que le regalé para nuestro aniversario. Yo acariciaba el fierro que tenía metido en el lompa, con ganas de usarlo de una vez. En eso estaba cuando de golpe clavó su mirada justo donde estaba yo, tenía los ojos negros como una aceituna, casi no se le veía el blanco de los ojos. Ella se fue moviendo cada vez más lento, hasta que paró y miró para la puerta. Me estaba haciendo la escenita, sabía que yo estaba ahí espiando. Imagínese cómo estaba yo oficial, me da vergüenza decirle pero me puse a llorar un toque. Tenía una calentura que ni le cuento. Abrí la puerta de una patada. Norma pegó un salto de una cama a la otra y el gaitero se quedó clavado en el colchón. La miré y tenía los ojos negros. “Hijo de puta, la drogaste” le grité. Pero cuando me quise dar cuenta, ya tenía la gaita entre sus manos. Puso la boquilla en sus labios y empezó a tocar. Otra vez la melodía retumbándome, el corazón se me iba por la boca. Y en eso aparecieron las minitas de la pensión. Hasta la que limpiaba estaba, con un secador en la mano para rompérmelo en la cabeza. El gallego tocaba cada vez más rápido y en un pedo tenía como a diez putarracas en ronda, se movían rápido, meta a empujar y pegarme con todo lo que tenían a mano. Me miraban con esos ojos negros, parecía una película de terror. Yo no lo podía creer, un hippie pelotudo y un grupo de mujeres me estaban haciendo quedar como un gil. En la cama la veía a Norma sentada, sin hacer nada, como si estuviera en otra parte.  Saqué el fierro de mi bolsillo y le apunté directo al gaitero y ahí no me acuerdo más nada. Yo sé que no me va a creer oficial, pero le juro que yo le apunté a él. Cuando desperté al lado de Norma, las palpitaciones empezaron de nuevo. Enseguida supe que ella había dejado de respirar. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario