Cuentos .
Vos no te moriste, Santos
Escribe Elizabeth Lerner
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Santos estaba casado con
María Elsa. En el 59, creo, fue la boda. Y eso que Santos esperó a Clara todo
lo que pudo. Quiero decir que esperó que ella se curara, si es que lo que tenía
se podía llamar enfermedad. En realidad, la había esperado toda una vida. Por
ejemplo acá, en ésta del año 53. Tendrían quince o dieciséis años. Santos en el
medio de Clara y María Elsa, de traje oscuro. Si recortás a María Elsa, esa
figura abultada, erróneamente vestida de blanco y dejás solamente a Santos y a
Clara, tenés la foto de dos actores de cine. No miento. Dos actores de
Hollywood. Pero Clara siempre tenía algún gesto escondido. Digo, ella siempre
dejó pistas de que algo podía suceder: algo fuera de lo común, algo de lo que
las familias no hablan porque no saben ni cómo empezar a explicarlo. Es que
para las acciones de Clara, y no es por exagerar, habría que inventar un nombre
nuevo.
En la foto de Playa
Chica todavía no habían pasado dos años. Clara está sola, ya con el pelo corto,
muy delgada, una mano atrás de la cadera, la otra al costado del cuerpo. Parada
en el murallón de piedra, con una franja de mar a su derecha y otra de pasto a
su izquierda, sonríe y muestra los dientes. Pero los muestra demasiado. Sé que
tengo la ventaja del tiempo y que puedo ver las fotos a la luz de una historia
que conozco. Sé que me jacto de interpretar gestos y posturas porque ya conozco
el final. Es como leer un libro por segunda vez y descubrir los indicios que en
la primera lectura habíamos pasado por alto. La de Clara no era una sonrisa
natural. Supongo que la foto la habrían sacado Susy o Perla, las hermanas, que
eran las únicas que soportaban a Clara, después del tema aquél.
Y Vázquez y Miranda hoy
lo niegan pero yo estoy seguro de que Santos y Clara estaban comprometidos en
secreto. Mirala a ella acá, preciosa, con esos zapatos de taco fino. Y ella se
hacía toda la ropa. Desde chica había estudiado corte y hasta cosía para
afuera. En los ratos libres se armaba todo el guardarropa, y de primera. Era
muy ordenada Clara con sus cosas. Muy pulcra. Y ahorrativa. Digo, mirá ese
vestido. Yo no sé de telas pero vos fijate que la foto ésta es de marzo del 48.
Era una nena casi, aunque parece mucho más. Lo del padre había sido hacía muy
poco, y está vestida como una reina. No tenían mucho. Fue tan repentino lo de
Morales, era tan joven. Pero sabés que a él, al padre, nunca le dejó flores.
Eso me lo contaron ya varias veces. Nunca, nada. Estaba empecinada con aquello
otro y no había manera de hacerla entrar en razón. Yo no sé qué pretendía Clara
de Santos. No sé. Los delirios de una chica que de tan jovencita se hizo sola,
andá a saber qué habrá pasado por esa cabeza. Es que hay algunos amores que son
antihigiénicos, mirá. Quiero decir que Clara y Santos se conocían desde muy
nenes. Llega un momento, en la vida de un hombre, en que hay que hacer un giro.
Hay que salir para volver con la cabeza despejada a la mujer que uno realmente
quiere. Pero Santos no. Nunca quiso ir con ninguna otra. Y eso que no le
faltaban oportunidades ni amigos que lo lleváramos de copas. Pero Clara era todo
para él. Y Clara era intocable, pero literalmente. Y vos sabés que cuando el
cuerpo no descarga, le entran los miedos. A un hombre como Santos, verlo
llorar. Un tipo como él, mirar atrás y arrepentirse. Digo yo, ¿de qué? ¿De
salvarse el propio pellejo? Si llegó a decir que hubiera preferido morirse, ahí
en la plaza. Yo lo escuché, en la despedida de solteros. Contó todo lo de ese
día y, sí, estaba borracho pero lloraba de verdad y repetía, pobre diablo, que
hubiera preferido morirse con los otros trescientos, ahí nomás en la plaza. Y
qué querés que te diga, para mí, era un héroe. Para mí, eligió bien. Hay otras
formas de pasar a la gloria, ¿sabés? No hace falta dejarse matar. Hoy María
Elsa vive de la pensión y si él se hubiera muerto en la plaza, con una bomba o
del susto, como les pasó a algunos, nunca se hubiera casado con María Elsa, y
nunca le hubiera dado una vida a esa pobre mujer que, para ser justos, si
Santos no la elegía, estaba destinada a la soledad.
Pero para hablar de
Clara, yo ya te dije, habría que inventar palabras nuevas. ¿Quién era esta
mujer? No sé, cada foto me habla de una Clara distinta, cada vez más alejada.
Estas dos son más recientes. No tienen fecha pero les calculo el 68, el 69
máximo. Sí, porque a ella en el 68 se le ocurrió hacer el viaje sola. Y ahorró
la plata y se compró el pasaje. Se contrató una excursión. Veinte días,
dieciocho noches. Europa clásica. Y a Santos le mandó esta foto. Y fue el
desencadenante para mí. ¿Sabés por qué? Porque cuando él se enteró que ella se
iba de viaje, se alegró. Pobre iluso, pensó que Clarita ya estaría curada y que
el viaje era el signo más claro de ese estado. Por eso, al tiempo de recibir
esta foto –Barcelona (sin fecha)– y al dorso esas palabras malditas escritas
hasta el absurdo, no sólo en la postal de Europa sino en todas y cada una de
las cartas, fotos y postales que Clara le envió a Santos después de junio del
55, hizo lo que se sabe que hizo.
Un poco después le
sacaron esta otra. Está desafiante,
amarrando con su mano a esa nenita fea y masculina que había tomado bajo su
protección. Mirala bien con ese vestido a cuadros y ese ojo único, el que el
mechón negro no le cubrió, mirala en una calle perdida, un domingo cualquiera.
Ése, ése era el momento. Estaba esperando seguramente que se hiciera la hora de
cambiarse la ropa por algo negro y tomar el ciento once para bajarse ahí donde
se bajaba puntualmente todos los domingos a la tarde. Para bajarse y entrar con
las flores, desafiante, te dije, como una viuda, entrar al cementerio con esos claveles
blancos.
Ella deposita flores.
Busca con paciencia las fechas de la muerte y es precisa, paciente, ordenada.
Sabe bien que sólo merecerán los claveles los muertos ese día del 55, ni un día
más, ni un día menos. Claro que es ridículo, claro que no tiene forma de saber
cómo y dónde murieron. Pero para Clara hay que inventar nuevos adjetivos,
nuevos verbos. No conoce ni uno de los nombres que cubre con las flores. El
luto persiste, después de tantos años. El luto falso, ridículo, ¿me entendés?
El luto, pero al revés. “Vos no te moriste, Santos”, recita, autómata, cada vez
que estira las manos sobre la piedra gris.
Y a Santos esas palabras
lo mataron, pero en serio. Por eso yo me pregunto si de verdad no murió como un
héroe. Se escapó del bombardeo, sí. Y dejó atrás a unos cuantos. Los dejó
porque corrió y porque se escondió y porque tuvo un miedo horrible que le salvó
la vida. Pero mirá la de Piriápolis. Mirá esos ojos ya gastados de tanto leer y
escuchar las palabras malditas. Por eso te digo, hay otras formas de pasar a la
historia, pero nadie las conoce, nadie les da importancia.
¿Ella? No sé bien. Me
dicen que vive. Que sigue yendo al cementerio. Otros dicen que murió. Yo
conservo la última foto que le sacaron antes de la tragedia de Santos. Buenos Aires,
febrero del 69, apenas llegada de Europa. Está sonriente, demasiado, como quien
ha cumplido con una misión y lo sabe. Mientras baila, ¿la ves?, sonríe.
Demasiado.
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